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 encuentro con mi escritura

Soy puertorriqueña,  profesora de español, literatura y cultura caribeña y latinoamericana. Soy madre, educadora y activista, lo cual impulsa mi escritura creativa y profesional. Soy escritora, siempre en (trans)formación. Tengo una especialidad doctoral en las teorías de identidad cultural pancaribeña y la posmodernidad en la literatura ensayística y narrativa antillana del siglo XX.

Detuve mi desarrrollo en la escritura por casi una década, pero luego de retomarla en enero de 2020, hoy, respiro mejor. Este blog tiene la intención de lograr una meta establecida hace mucho tiempo. Manos a la obra.

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Caribe de Caribes: de vuelta al Puerto Rico que me da Cuba

  • Writer: Diana Grullón García
    Diana Grullón García
  • Mar 2, 2020
  • 9 min read

Updated: Feb 13, 2021

(Publicado en marzo 2020)


A los cubanos les resulta familiar escucharme. “Mira, tú, la cubana” –dijo. Como en una de las tantas ocasiones que me ha ocurrido cada vez que voy a Cuba, en éste, mi cuarto viaje, instó el taxista para aclarar dudas sobre las direcciones hacia donde nos dirigíamos mis colegas y yo. No es extraño que me crean cubana, ¿y por qué no? “¿guantanamera? ¿santiaguera?” –muchos tratan de adivinar. Otros no preguntan y asumen que soy una de ellos.


No en balde en una de las varias visitas a Puerto Rico de Fernando Ortiz, conocido antropólogo y escritor cubano al que le debemos tanto, éste subrayó lo que su madre le dijo cuando por primera vez habían visitado la isla. Expresó su sentimiento de acuerdo con lo que había escuchado de su mamá cuando era niño: “Pero la impresión de mi madre se reflejó por siempre en mi mente, la de que ‘Puerto Rico era como una Cuba más chiquita y Cuba como un Puerto Rico algo grande’, pero ambas islas vibraban juntas a un ritmo común, como los dos cueros de un mismo tambor” (Ortiz, 1956).



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Cuando fui a Santiago de Cuba en el 2018, el dueño de la casa particular en donde nos hospedamos aceptó en una conversación que tuvimos más adelante –entre cafés, ocurrencias y cuentos-, que cuando me escuchó el acento en una llamada telefónica que di en la madrugada para anunciar mi llegada al terminal de ómnibus, se había jurado que éramos coterráneos. Cuando vio mi lugar de nacimiento en mi pasaporte, entendió la razón del por qué había pensado eso, no sin cierta alegría de hospedar a alguien con quien compartía el cantao, afirmó. La forma de hablar de los cubanos del este de la isla se parece más al de los puertorriqueños o dominicanos que al de los habaneros y vueltabajeros. Es por lo que “la escurridiza categoría del ser puertorriqueñ[a]” (72) a la que se refiere nuestra escritora Marta Aponte Alsina en su libro de ensayos Somos islas (2015), seguía develándose ante mí con nítida fluidez en Santiago.



Las cuatro veces en las que he estado en Cuba como delegada de una institución de educación universitaria estadounidense, he sentido la necesidad de repetir y de reafirmar esa puertorriqueñidad líquida, esa táctica de supervivencia (Aponte Alsina 78), la que se hace cubana allí, como le pasó a nuestra Lola. No obstante, yo, yendo con un grupo de ciudadanos del país con el que tanto conflicto se ha tenido y se sigue teniendo tanto en Cuba como en Puerto Rico, cuando estoy allí no puedo hacer otra cosa que recalcar que sí, que soy una de ellos, que soy puertorriqueña.


Se dibuja en sus caras complicidad cuando explico de dónde vengo. Me preguntan que cómo está la isla, sobre la recuperación de María, acerca de los rollos de papeles lanzados por aquel presidente de Estados Unidos, sobre los terremotos. Las preguntas cambian en cada viaje, pero la solidaridad es siempre la misma. Caribe en Caribe se entienden: la Juana y San Juan Bautista recordando las afrentas que se hicieron contra Borikén y la que conservó su nombre, como si fuera 1492 y 1493 nuevamente, como si fuera 1898. ¿Acaso no es lo mismo la falta de conocimiento histórico de algunos y el hacerse los ciegos ante las similitudes que nos acompañan al compás de lo antillano de otros?


La primera vez que fui a Cuba remeneé todo el cuerpo, bailando como no hacía hace mucho tiempo. Con un grupo de colegas fuimos a una celebración en un club que preparan espectáculos al estilo cabaré, esa remembranza a la Cuba de la década de los 40, de proliferación y lavado de dinero de la mafia y, la del 50, la del dolor sufrido bajo Batista. Sin embargo, en cada uno de estos espectáculos, hoy vibra una Cuba en su gloria, subraya el pasado y colorea el presente con el bailao y el sonao de nuestra sangre afrocaribeña. Nos destacamos en ese baile una colega jamaiquina y yo. Los tambores y trompetas sonsoneaban, influían para que nuestras caderas se menetearan en un mismo son. Si nunca habíamos sentido tal afinidad, en ese momento el Caribe se reveló en movimientos, en aquís y allás, en pasos hacia los lados, adelante y atrás. Era el Caribe manifestándose como lo hacen las ramas-raíces de los mangles antes de anclarse a la tierra. Los estadounidenses trataban de seguir el ritmo y el compás, pero los resultados se traducían en fuera de tiempos y espacios. Entrambas, reconocimos que venimos de un mismo sitio sin ni siquiera haberlo dicho. Sin necesitar miradas cómplices, nuestros vaivenes eran rotundamente uno, nos entendíamos como nuestras caderas entendían los golpes de los tambores: que ése, nuestro Caribe, seguía y sigue morando en nosotras a pesar de la distancia del exilio.


Pensé que ir por cuarta vez, quizás, no traería más que revivir el calor y el sol, las sonrisas, una que otra concurrencia. Pero no fue así, volví a descubrir otras capas de indiscutibles paralelos. Ya voy entendiendo que siempre será de esta manera cada vez que pise ese tramo del Caribe. He vivido Cuba desde distintas perspectivas, desde las similitudes que existen en la naturaleza de nuestras islas, desde el entusiasmo de la gente y la coquetería de los hombres, y tanto más que ha sido lo suficiente como para encontrar afinidades por doquier con mi Puerto Rico, con mucho de lo nuestro, en tantas dimensiones, que lo podríamos traducir en que poseemos similares perspicacias (o tal vez no).


En esta última visita a Cuba, otra vez, volví a tomar almendrones (taxis, carros clásicos remendados a las mil maravillas y que los utilizan los cubanos para transportarse día a día). En uno de ellos, el taxista me preguntó en Vedado si cierta entrada a la izquierda, en la 12, era la 15. Le dije que no sabía y me respondió con otra pregunta: “¿pero tú no eres cubana?” Por lo regular me incomoda repetir las cosas, sin embargo, repetir una y otra vez que no soy cubana, que soy puertorriqueña, no me cansa, es como si el solo acto de la repetición me diera permiso para ahincar nuestra historia antillana, es indagar en los acentos, en mi dejillo, en mis razones para visitar Cuba, en las de regresar, que son las mismas.


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(feb. 2020)



Ese sentirme puertorriqueña no me aleja de la cubanidad por decirle al taxista que no soy cubana. Ser boricua me acerca, como cuando me acercó a mi colega jamaiquina en el vaivén de nuestras caderas y el movimiento de nuestras piernas al son de la salsa en el Ru Mayor en Pinar del Río. También, en el medio de Illinois mi caribeñidad me ha acercado a otra colega. Un día, esta última me dijo que tenía que hablar conmigo. En ese momento yo no tenía idea de que ella era haitiana, por lo que me pareció extraña su insistencia en conversar. Después de maquinar todo el día, confieso que un poco preocupada, por fin pude reunirme con ella: quería saber en dónde conseguir comida y dulces caribeños. Ahí se activó nuestra afinidad cultural y nuestras sonrisas cómplices se mezclaban con la mención de las coincidencias culinarias. Yo ya sabía el lugar al que ella debía ir, Springfield. Solo conlleva cuarenta minutos de ida y cuarenta de vuelta, para llegar hasta la degustación de productos antillanos en el Illinois central en donde vivimos. El tema de la comida es inevitable entre hispanos o latinxs –se extiende, maleable. Se trata de un oasis en el que conectamos palabras, sustantivos que a veces no son los mismos, pero los sabores, las melancolías, delinean yautías, plátanos, malangas, boniato o batata, chayotes, calabazas. Pero ella quería dulce de coco y eso no lo iba a conseguir en la ruralía de Illinois. Le envié entonces, más tarde, un enlace para que pudiera pedirlo por el ciber espacio y recibirlo por correo. Luego supe que lo solicitó para que llegara en dos días, no quería esperar a saborear su Caribe, dijo. Lo fascinante del asunto fue que el dulce que pidió no era haitiano sino puertorriqueño –“pero es exactamente el mismo”, ella me aseguró cuando volvimos a vernos. Al pedir ese dulce de coco, para ella, yo estaba consintiendo su antojo de embarazada, pero para mí, complacía a una compatriota, pues, si mi patria es el Caribe.


Cuando fui a La Guadeloupe para participar en una conferencia de la Asociación de Estudios Caribeños en el 2012, me sentía en Puerto Rico, pero en francés. Estando allí recordé cuando había ido a una conferencia en Cartagena de Indias en el 2010 en donde tuve la oportunidad de escuchar la ponencia magistral del escritor martiniqués Raphaël Confiant, vecino de la isla mencionada. Cuando la sesión de preguntas cesó, me acerqué, no podía perder la oportunidad de hablarle, de preguntarle que qué similitud encontraba entre los estatus coloniales del Estado Libre Asociado de Puerto Rico y los territoires d'outre-mer o lo territorios de ultramar de Francia, en particular, La Martinique y La Guadeloupe. Su respuesta fue sin rodeos y directa, sin pensarlo, “es lo mismo”, dijo.


Sé que mi poco conocimiento como estudiante doctoral a medio camino me frenaba, no me atreví a seguir indagando y arrancarle más palabras a uno de los autores del Éloge de la Creolité o Elogio de la criollidad (o creolidad). No obstante, con esa pregunta no había necesidad de añadir respuesta. Es sabido. No es algo nuevo. Lo que cambia es el nombre del colonizador, los colonizados somos los mismos. Además, la conversación fue en mi francés masticado, así que tampoco intenté insistir. Sentirme tan cercana a estos temas fue lo que me convenció a continuar mi carrera graduada especializándome en los estudios caribeños. Eso lo recalqué al visitar La Guadeloupe, explorando, conectando con mi antillanidad multicultural, multiétnica, multitudinaria. Lo supe antes, al visitar Cartagena, y también al ver Haití desde la ventana del aeropuerto en una de mis escalas, y cada vez que regreso a Puerto Rico, y cada vez que regreso a Cuba.


Lo curioso es que cuando viví en Miami no me sentía muy cercana a los cubanos de ahí. La afinidad estaba, pero no era precisa. El cubano de la isla tiene la picardía del boricua de la isla. No que el cubano miamense sea menos cubano o que el puertorriqueño que ha sido criado en las entrañas del monstruo sea menos boricua. Son diferentes. Somos diferentes y somos los mismos. Somos como medios hermanos que comparten uno de los padres, tenemos la misma sangre, pero cada uno con distintivos elementos de nuestro bagaje cultural. Esa diferencia nos enriquece, pero como tal, se nos hace extraña. El cubano en Cuba tiene una solidaridad con el puertorriqueño que no tiene el cubano de Miami. Ese cubano, el de la isla, ha carecido de tanto desde hace tanto. Eso le lleva a ingeniárselas con lo que aparezca, a presentar buena actitud ante los embates diarios, a no quedarse callados cuando algo les aqueja, a hablar con astucia. El/La boricua criado/a en nuestro 100 x 35 nos asemejamos, pero, con frecuencia, cuando nos da la gana o cuando las circunstancias nos aprietan, o de acuerdo con nuestras convicciones o si las posibilidades cambian; igual sabemos que las realidades sociales de cada invididuo difiere. Cierto es que muchos somos luchones, pero a veces nos cuesta, ¿acaso por nuestra no solicitada prerrogativa? Se puede decir que hemos padecido de un privilegio que otros en nuestro Caribe no han tenido. Privilegio, claro está, agarrado con pinzas porque ha sido a fuerza de pisotearnos y sucumbirnos a nuestra colonialidad de cada día. Por más de 120 años tampoco ha sido exención alguna, ahí están claros nuestrxs índices de pobreza, nuestrx no saber escoger gobernantes, nuestrxs 4,645. Tenemos una identidad de “aparente invisibilidad”, como asegura Aponte Alsina, y me parece que eso nos ha hecho caer en una burbuja en la que pensamos que no vivimos la carencia como otros, primero, porque cuando sí sucede, cuando se carece, la caricatura de libertad de la que nos ha hablado el gran coloso nos ha velado la mirada para buscar aprobación; y siempre nos hace creer que la tenemos, esa invisibilidad, y que no carecemos como nuestros hermanos latinoamericanos. Tal vez por eso de vez en cuando nos miramos a nosotros mismos como si no hubiéramos sufrido lo que sí otros concaribeños, porque nos han hecho creer el cuento de que no hemos tenido las mismas luchas: pero ahí está nuestra otra Lola, la que conmemoramos ayer, el primero de marzo.


Muchos sabemos que la realidad es otra. Somos el patito feo de los Estados Unidos, ellos, el cisne codiciado. Todavía hoy, Cuba es doña Azúcar (recordando el contrapunteo de Ortiz), aunque ya no se trata de la caña. Estados Unidos nos trató de travestir de ella, pero nunca logró lo que había ya logrado a lo largo de siglo XIX en Cuba. Es lo que siempre quiso y hoy nuevamente coincidimos en un mismo escenario: la sed de poder de la potencia vecina que se abalanza contra el Caribe ansiado. Caribe que tiene pero que no es suficiente, por un lado, y por el otro, Caribe que desea, pero éste no se ha dejado por poco más de 61 años.



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Caribe de Caribes. Caribe que canta desde hace tanto, Caribe que cantó y poetizó Lola, la que descansa allí, la que nunca quiso dejar de regalar su “Canto feliz, [a la] Cuba amada” porque así le decía sintiendo Cuba suya, desde su puertorriqueñidad “escurridiza”:

“¡Tu mar, tu campo y tu cielo!”, que aseguro no se distancia del nuestro.






(Tumba de Lola Rodríguez de Tió,

La Habana, Cuba, Feb. 2020)



Trabajos citados:


Aponte Alsina, Marta. Somos islas. Ensayos de camino. Cabo Rojo, Editora Educación Emergente, 2015.


Ortiz, Fernando. “A la luz de nuestras estrellitas blancas”. Reunión de Mesa Redonda para discutir los medios de intensificar el conocimiento mutuo entre los países de América. San Juan, Departamento de Estado, 23-28 de abril de 1956.


Rodríguez de Tió, Lola. "A Cuba". https://ciudadseva.com/texto/a-cuba/

 
 
 

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