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 encuentro con mi escritura

Soy puertorriqueña,  profesora de español, literatura y cultura caribeña y latinoamericana. Soy madre, educadora y activista, lo cual impulsa mi escritura creativa y profesional. Soy escritora, siempre en (trans)formación. Tengo una especialidad doctoral en las teorías de identidad cultural pancaribeña y la posmodernidad en la literatura ensayística y narrativa antillana del siglo XX.

Detuve mi desarrrollo en la escritura por casi una década, pero luego de retomarla en enero de 2020, hoy, respiro mejor. Este blog tiene la intención de lograr una meta establecida hace mucho tiempo. Manos a la obra.

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  • Writer's pictureDiana Grullón García

Nimiedades. No cualquier otro lugar.

Updated: Feb 2, 2023


"Amantes de la pintura, enemigos de la cordura"

- Marta Aponte Alsina, Sobre mi cadáver.


Las nimiedades suceden en el Caribe sin ser esperadas. Como en cualquier otro lugar del mundo, quizás, pero a veces me da con creerme que aquello que me pasa en suelo antillano, se cobija en mí más de lo que debería. Es como si el deseo estuviera pegado al dorado que pinta mi piel con el sol después de estar unos cuantos días en el lugar en donde pertenezco. En mi pensamiento las memorias inciertas se mezclan neciamente con las que suceden con certeza, sin ser excepción aquella madrugada de hace un poco más de un par de meses. Así, igual puede que aquí aluda como ajena al relato sobre mi pasado viaje, lo uso como forma de aprovechar y sacudir. Para eso escribo. Practico mis hábitos, y a la par trenzo recuerdos de los últimos meses, como excusa, como timo o jugada a mi consciencia, y hago como señales de humo imaginarias, entre las verdaderas, o como lo que sea.



Viaje al Caribe, 2023

Parte I - Guadalupe


Pocas veces he tenido tanto entusiasmo por un viaje educativo como éste. Esto es, en gran parte, porque los objetivos de esta experiencia conectaban directamente con mis enfoques e intereses académicos y personales.



Para llegar a Guadalupe tomé tres aviones. Desde San Juan viajé a Tórtola, de ahí, a San Martín y, luego, a Point-a-Pitre, que era mi destino final en Guadalupe. Ya el grupo se encontraba allá. A medida que ingresaba al sur caribeño, la población que abordaba los vuelos se sentía más cercana. Ya no eran todas caras de turistas que buscaban sedientos los paisajes de playas con arenas blancas o de piscinas gigantescas a los pies de los hoteles de lujos que aparecían en los afiches acomodados estratégicamente en las paredes de los aeropuertos visitados. Eran, más bien, traslados y movimientos cotidianos, o al menos eso quería imaginar. Quise creer que eran pobladores vecinos que visitaban a algunos allegados en otros puntos del archipiélago, o que harían negocios para regresar con buenas noticias. Quizás algunos después de décadas volvían desde lejos para ver a familiares que ya ni reconocían. Diversas historias, similares destinos.



Tan cercanos y lejanos al mismo tiempo.



Iba yo recogiendo sonrisas que, cómplices, día a día aparecían cuando mencionaba en conversaciones que era puertorriqueña. “Mais, vous êtes de la Caraïbe”, me repitieron la muchacha que me recogió en el aeropuerto, el guía que estuvo con nosotros toda la semana, el chofer que nos transportaba a todas partes y nos acompañaba; también me lo mencionó quien condujo el bote a Petite Terre, y algunas de las personas que conocimos y que tan amables nos recibieron en l'Université des Antilles. Puedo atreverme a concluir que entendían nuestras similitudes y que eran lo suficientemente notables como para trazar lo que nos acercaba por encima de cualquier otra cosa que insinuara alguna lejanía superficial, como la del idioma.




La lluvia


“Une masse d’un vert sombre d’arbres, de lianes, de parasites emmêlés”

"Una verde masa oscura de árboles, de enredaderas, de parásitos enmarañados"


-Maryse Condé, Traversée de la Mangrove.


Acá en el medio oeste estadounidense la lluvia y el frío han sido constantes luego de mi regreso. Las jornadas se han mantenido oscuras, amarillosas, como sucias. No que no disfrute los días lluviosos, al contrario, no deja de gustarme la sensación que me provocan. Pero en las tierras calientes de las que vengo, o bien de sus mares, los días de lluvia resaltan los colores y no los opaca.



En el Caribe, la lluvia enjuaga el paisaje y trae brisas y voces que acurrucan la piel hasta ponerla de gallina. Fue así en el ventanal del restaurante en medio del bosque pluvial del Parque Nacional que visitamos en Guadalupe cuando percibí la brisa; como también lo fue al anochecer en Adjuntas, en Puerto Rico, al llegar al pequeño hotel que nos cobijaría. Fue igual una experiencia muy parecida a cuando salimos del Bosque Escuela bajo el torrencial, que, ante la inevitable empapada, solté mis hombros tiesos para disfrutar las enormes gotas que caían sobre mi cuerpo en la ruralía. El ritmo en el que respiraba mientras trotaba lentamente sobre el fango formándose debajo de mis tenis, esfumaba cualquier otra nimiedad que no fuese el aquí y el ahora que era la lluvia.




Nimiedades. Como ese pequeño espacio en el que sigo estacionada en un casco urbano y en el tiempo.


Juego, escribo, recuerdo.


La lluvia suele servirme. Revela mi estado de ánimo. Me ayuda a determinar con mayor atino cómo me siento, incluso aunque no sea siempre positivo. Palpaba, por ejemplo, que las aguas que me acompañaron bajo los aguaceros caribeños en Guadalupe me daban alegres palmadas de bienvenida. Mientras estuvimos por allá, llovió todos los días, al menos un poco. Pero otras veces, la lluvia era mucha, y sentía que me abrigaba. La recibía entre sonrisas que insinuaban familiaridad. Buscaba tal vez tomar con agrado las lloviznas que me sorprendían al irrumpir en ese entorno para subrayarme y reformularme así el talante antillano.






El tiempo


“Le temps est un monstre au cou gorgé de sang"


"El tiempo es un monstruo al cuello empapado de sangre"

"Time is a monster with a neck bloated with blood”


― Maryse Condé, Heremakhonon.


No me gustan los lugares encerrados, necesito ventanas para que me ubiquen. No basta un cristal limpio y correr la cortina para que la luz tenue brille, traspase y se apodere un poco del interior, como si el haz fuese de mentiras. Es que disfruto creer que el tiempo entra por la ventana solo cuando está abierta. Por eso prefiero las que abren, así como las palabras que no envuelven absolutos. No estoy segura de que esto sea algo que se oponga en sí o si necesariamente existe una relación entre estas aseveraciones. Sin embargo, la maleabilidad de las palabras me sabe a acertijos con significados que dependen de las ocasiones individuales, del paso de los días, de las semanas, de la vida misma.



La flexibilidad del concepto del tiempo en el Caribe me absorbe. Creo que por eso entro en un breve estado de ansiedad cuando me veo presionada por nociones temporales que no coinciden con las mías. Igual me pasa con arengas que, entre líneas, parecen asumir desconocimientos de a quienes se les dice lo que se dice. Y así, para evitar contrastar lo incontrolable, busco con esta escritura un intento de desprendimiento, de salirme un poco de mi condición de investigadora cultural caribeña, y de ser del Caribe o antillana, para tratar de narrar momentos que expongan nuestro espacio como uno que trasvasa lo ya pautado por el imaginario occidental y del cual, por supuesto, no puedo deshacerme por completo, como si lamentablemente no me perteneciera; o incluso peor aún, porque, en efecto, nos pertenece a todos.





En las pasadas semanas en el Caribe pude confirmar que nuestro carácter similar se cuaja más allá de las playas, entre los mismos colores. En ese azul del océano que a veces furioso se mueve al son del viento, o en la claridad de las aguas que siempre nos invitan a vivir con mayores ganas.





En los verdes combinados con la humedad que asimismo se mezclan con nuestros sudores.




Y se ven en las curvas de las carreteras dibujando sus ondulantes cerros y que, al recorrerlas con sus vistas cerúleas, cosquillean nuestras miradas y nos avisan que sus paisajes se asemejan a los nuestros.


Hay cadencias impares que se alinean, que logran una única cultura fusionada, variada, de periferias inexistentes y desdibujadas, centradas desde lo propio; ataja lo sospechoso y externo, como debieron hacerlo nuestros ancestros, y como muchos lo lograron. Mi sangre lo dice. Somos una cultura sedienta y abierta a las realidades, sin curitas ni zozobras, lista por y para los cambios que acechan en superlativo y de modo inevitable nuestro espacio.



Nimiedades antillanas de otoño pululan todavía en enero.

Pertenecen a lo incierto. Ideas desatinadas de una madrugada, convertidas en corrientes debajo de la piel aún bronceada. Vagan acá sin tregua, acompañándome en este lugar frío y seco.

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