Los reveses de las alas
- Diana Grullón García
- Jul 5, 2022
- 10 min read
Hace poco más de un mes regresé de mi quinto viaje a Cuba. Entre los contratiempos que recuerdo con mayor viveza están la punzada de una abeja en la parte inferior de mi busto derecho, las picaduras en mis muslos provocadas por las hormigas miniaturas a las que en Puerto Rico llamamos abayardes y el machucón que me hice en el pulgar derecho cuando una de mis estudiantes cerró la puerta trasera mientras mi ingenua mano aún se sujetaba para ayudarme a salir del carro del taxista que nos llevaba a conseguir café cubano para comprarlo como souvenir. Me sucede con cierta frecuencia. Cuando viajo surge a mi alrededor una especie de magnetismo que atrae hacia mí adversidades que catalogo como de menor escala. Como me sucedió en el 2012, cuando me caí de espaldas por las escaleras del metro a la hora pico en una de las estaciones cercanas de uno de los recintos universitarios de La Sorbonne en París, o cuando hace diecisiete años me siguió aquel hombre sexagenario por las calles de Ámsterdam, preguntándome si yo estaba bien en varios idiomas, en aras de formar una conversación nimia que duró demasiados segundos para mi gusto. Quizás no sea así para todos, pero creo que tendemos demasiado a definir nuestros viajes o experiencias por sus reveses, e incluso por la falta de estos.
Visitar otros países exige desprendernos de la cotidianidad propia para entrar al juego de la de otros. Hay quienes les basta una ventana de un cuarto de hotel para percibir las vidas ajenas desde lejos, o a quienes les es suficiente pagar unos cuantos pesos para montarse de paseo en un vehículo gracioso para ir a los lugares más frecuentados por los turistas, para decir que se estuvo allí, sin estarlo del todo. Esto le permite al viajero atisbar de modo superficial el día a día de los locales, es viajar para decir que se viajó, o hacer un listado de lo que se hizo para pavonear la experiencia de haber visto lo "tradicional”, de lo que algunos llaman cultura sin necesariamente serlo, o creerse que acomodar un hermoso manjar en un plato para prepararlo para la fotografía, es entender a un país o a su gente, sin ni siquiera tener interés genuino. Es quizás más bien querer mostrarle al mundo la idea de “qué hice yo que tú no hiciste”, en lugar de invitar a la reflexión, a pensar sobre lo que se sintió y se vivió. Doy más peso, por ejemplo, a dialogar con la gente de los lugares a los que voy, de querer saberles de buena tinta y llevarme sus palabras, de extraer las concomitancias que percibo y que, al pasar los años, aún pueda conservar conmigo.
El caso es que en esta pasada ocasión mi memoria se trastoca por los eventos que, a pesar de no ser todos agradables (nunca lo es), me llevan a enfrentar y a cuestionar nuestra condición humana frente a la naturaleza que nos rodea y que, sin más, nos recuerda lo que somos.

Confieso que como puertorriqueña en Cuba poseo ciertos privilegios. Paso por ser cubana en casi todos los escenarios, lo que me despoja de mi traje de turista ante sus ojos. Pero una vez se aclara la entendible confusión cuando afirmo mi procedencia, se repite por al menos un mínimo de dos o tres veces al día la alusión a la conocida ave poetizada que despliega sus alas, desde el oeste con la ‘C’, hasta culminar en el este, con la ‘o’. De ahí solo toma segundos desarrollar la complicidad existente de nuestras esencias, como las similitudes en ciertos acentos que, algunos confundiendo el mío entre santiaguera, boricua, guantanamera o de Holguín, caemos siempre en las delatadoras coincidencias que seguramente Lola previó. Con risas o penurias cómplices, compartimos las noticias del momento de ambas islas, nos interesamos por nuestros correspondientes bienestares y expresamos los deseos continuos de hermandad. Cada vez que estoy en Cuba es igual, el respaldo siempre es el mismo. En esta ocasión incluso noté que la solidaridad de este pueblo se extiende hacia otros lares. A mis estudiantes mexicanas se la demostraron sin par, se jactaron repetidas veces del cariño inmenso que sienten hacia México y hasta enumeraron ciertas relaciones históricas con dicho país. La verdad es que lo hacen regularmente cuando entablan conversación con cualquier visitante a su tierra sean estos de dónde sean.
Llegué esta vez a una Cuba que sobrevive las consecuencias del embate de la pandemia, y aun con el mismo espíritu alentador de siempre. En mi anterior visita, ya las primicias del virus eran implacables en China, y comenzaba en Italia, pero todavía no se sabía si efectivamente llegaría con la misma fuerza a nuestro lado del mundo. Hoy sabemos la historia. Lo menciono, pues, me interesa subrayar que mis dos últimos viajes a la vecina isla se distinguen por ser pre y post la COVID (febrero 2020 y mayo 2022).
En el 2020 no hubo marcadas diferencias con las tres ocasiones en las que había estado allí: las calles siempre llenas de turistas, las construcciones de grandes edificios para hacer hoteles de lujos y la continua proliferación de paladares o negocios de comida manejados por familias eran la orden del día (tendencias presentes desde hacía más o menos una década). Igualmente existía acceso con cierta facilidad a taxis o almendrones, el uso del peso cubano convertible o CUC como medio para las transacciones monetarias se daba sin dificultad y uno se podía refrescar a diario con al menos una de las cervezas nacionales por el inmenso calor que se da en el Caribe para esta época del año.
No obstante, en mayo pasado, la realidad cubana que presencié fue distinta. Las calles me parecieron vacías, no pude disfrutar de una Bucanero o una Cristal, y conseguir transporte se nos hizo cuesta arriba. Algunos negocios de comida que busqué para volver a degustarlos los habían cerrado o carecían de su acostumbrada variedad. En vilo ante la guerra entre Ucrania y Rusia, y dadas las dificultades que se siguen generando a nivel global, todas estas experiencias eran de esperarse, al fin de cuentas, están sucediendo en todas partes. Claro, cabe insistir que en Cuba esto se acentúa por el reprobable embargo estadounidense que pervive y dificulta la existencia del pueblo cubano.

Las construcciones de nuevos hoteles han seguido su marcha, pero el CUC ya no existe, y el dólar no se cotiza igual. Se prefiere por mucho manejar las transacciones financieras con el euro (para lo que ya estábamos preparadas). Con la desaparición del peso convertible, la moneda nacional devaluó muchísimo, lo que por supuesto afecta el día a día del cubano, que ahora canjea con mayor disposición el dinero que maneja el turista. Todos estos cambios obedecen precisamente a la implementación de un nuevo sistema monetario que aun sigue siendo motivos de confusión, incluso para sus habitantes. Sin embargo, a pesar de todo esto, la experiencia siguió siendo el mismo oasis de siempre, que, frente al mundo beligerante en el que globalmente vivimos, me regala paz, una que quizás es inimaginable en otro espacio de la tierra.

Cuba no se diferencia mucho del resto de América latina. Se sale del aeropuerto y se siente el mismo calor humano, la gente haciendo filas para varias cosas, otros ofrecen servicios de taxi, de telefonía o internet, los guías turísticos recogen a sus clientes y se ven a algunas personas desorientadas sin saber para donde dirigirse. Nada fuera de lo común.
Ya lejos de ese espacio, una vez ubicadas en nuestro alojamiento, observamos la costa atlántica desde nuestro balcón temporero, recibimos las instrucciones del manejo de las llaves del apartamento y del portón para entrar al edificio que nos albergaría durante los próximos días. Decidimos caminar hasta el Hotel Nacional para encontrarnos con el resto del grupo para cenar. Esa caminata nos sirvió como la perfecta apertura que ayudó a aclimatarnos de ese calor característico del cubano que merodea en cada cuadra por la avenida 23 de La Habana.

Cuba es un agasajo para el caribeño, entre la gente y los paisajes, el día a día fluye en experiencias que invitan a pensarse en el mundo.
Esta fue la primera vez que llevé a estudiantes para el desarrollo de mi trabajo de investigación en la isla. En otras instancias hemos llevado a grupos de alumnos para conocer más de la cultura, de la historia y del sistema de salud, entre otras cosas. Cierto es que siempre visitamos sitios turísticos, pero nuestro enfoque nunca ha dejado de ser la colaboración que hemos desarrollado con instituciones universitarias del oeste de Cuba y el intercambio de conocimientos sobre varios campos académicos como la pedagogía, la botánica, la educación física, el emprendimiento de las mujeres en zonas rurales o hasta estudiar murciélagos en un lugar remoto en el parque nacional más occidental del país. Sin embargo, esta vez en particular mis estudiantes fueron con el propósito de observar y experimentar la cultura misma a partir de conceptos que teorizan la identidad caribeña y de sus respectivos contextos. Se trata ulteriormente de incitar a la reflexión más allá de la formalidad y la burocracia académica. Todo esto debía hacerse en base al contacto con los estudiantes cubanos y, entre otras cosas, en dar miradas críticas a lo vivido, como lo fue el ver la devoción religiosa de varios grupos que ahíncan la importancia histórica de nuestras civilizaciones antillanas que fueron formadas gracias a la creatividad y la resistencia del negro esclavizado en nuestras tierras.
La riqueza de los diálogos entre las estudiantes cubanas y las mexicanas, las preguntas con las que me sorprendió el estudiantado de la carrera de Gestión Sociocultural y la humildad de los expertos religiosos a los que visitamos, que nos dieron de su tiempo para detallarnos los vericuetos de sus tradiciones, fueron todos momentos lo suficientemente didácticos y gratificantes como para emprender caminos de exploración, para mirar sinnúmero de pedazos de nuestras realidades, de esas de las que formamos parte en nuestro Caribe. Ingeniárselas es un modo de vida que ya es nuestro. No lo veo como modo de glorificar la precariedad, o como el discurso que se repite hasta el cansancio de la resistencia en lugar de la lucha, sino que, más bien, es una exhortación a ver más allá de lo propio, a velar así por el bien común que, aunque parezca instinto de los seres vivientes, la sociedad en la que vivimos hoy nos machuca e insta, sin tregua, a todo lo contrario.
Similitudes con Puerto Rico hay demasiadas. Adoptamos un carácter parecido frente a las vicisitudes. A veces las vemos como lecciones o como formas jocosas de la vida. Recuerdo, por ejemplo, que, ante la falta de electricidad por varias horas, se respiraba profundo una espera ansiosa entre el coraje y la parvedad. Optaban por verbalizar el furor que les creaba la incertidumbre. Que, ante la aparente rigidez de las estructuras, se devela con premura la posibilidad de circuir lo pintado de rigor. Es ahí, en las cosas en las que coincidimos donde se dibujan y desdibujan nuestras semejanzas; ahí, en esa franja cimarrona de nuestra genética en constante hervor antillano.
A pesar de ser ésta la quinta vez que pisaba la tierra hermana, viví cosas que nunca había presenciado. Vi a un toro o buey disfrutando del baño que le daban. Luego de unos enjabonados restregones, se soltó para, a su anchas, hundirse en la refrescante agua.



Tanto le gustaba su baño que sumergido se rehusaba al regreso.

Por otra parte, aunque he visitado Viñales cada vez que he ido a Cuba, esta vez pernoctamos en el poblado. Llegamos en la noche. No había electricidad (ya íbamos acostumbrándonos). El apartamento quedaba en un segundo piso, nuestro anfitrión nos esperaba para darnos información pertinente y excusarse por la falta de corriente. No había problema alguno, le respondí, añadiendo en tono familiar que en Puerto Rico la falta de electricidad está a la orden del día, que a diario hay sectores que experimentan esto. Siempre que hablaba del tema, increpaban sobre por qué esto sucede. Les abundaba sobre el caso, sobre LUMA y los costos. No se explicaban y hasta juraban que en Puerto Rico no se supone que pasen esas cosas.
Miradas cómplices, casos que difieren y vicisitudes semejantes.

Otro recuerdo en el que pienso con frecuencia, quizás por ser de los más gratos, fue cuando fuimos a casa de Pelegrín, un artista cubano que ha creado un paraíso en el patio de su hogar en un pequeño pueblo entre Pinar del Río y Artemisa. A este mundo se entra por el costado derecho de la casa, a nuestra izquierda. Luego, ya atrás, cruzamos un puentecito sobre una charca con montones de peces a los que mi colega ya había hecho referencia. Pudo por esto mostrarme de inmediato lo que ya horas antes aludía. Al cruzar una segunda casa, traslucía un centro educativo y cultural para toda la comunidad, con especial atención a la niñez y los envejecientes. Había estudiantes pintando en unas mesas largas debajo de una casa hecha de pilares de palo que estaba ahí para albergar a visitantes extranjeros que vienen a donar de su tiempo, a aprender de lo que allí se hace y a aportar a la labor de Pelegrín.



Continuamos caminando por veredas que traspasaban siembras de flores, frutas y vegetales a ambos lados del camino.


Arribamos a un espacio abierto que nos conducía hacia una estructura en forma de casa-escuela en donde nos encontramos con un par de payasas en plena acción. Las niñas estaban actuando para educar al resto del grupo. Su talento me soprendió. Luego nos trasladamos a los cuartos traseros que sirven de almacén para los jarros y ornamentos que, en barro, yacían en la espera de ser terminados.

Las manos creativas eventualmente estarían de vuelta para acabar esa labor emprendida y atestiguada que descansaba sobre las mesas y en los anaqueles.



Y ahí, nosotros, irrumpiendo cotidianidades en la casa del señor Pelegrín. Extranjeros admirando con brillantes ojos los momentos de enseñanza y crecimiento que allí se estaban dando. Mayor asombro fue saber que Pelegrín prácticamente no depende de fondos del gobierno para subsistir, de hecho, de ser así posiblemente no estarían recogiendo los frutos que hoy cosechan.

Lo maravilloso de este lugar es la magia que trasluce por cada esquina, y saber que casi todo ha sido posible gracias a la voluntad de la gente, sus donaciones y a la devoción de este artista en favor del presente y el futuro de su comunidad.

Don Pelegrín se puso muy contento cuando le dije que soy de Puerto Rico. Me dijo que nunca le habían visitado de su isla hermana, no sin dejar de mentar el ave de Rodríguez de Tío para aludir a nuestras aproximaciones, y me dio un marcador negro para que escribiera un mensaje en la pared de los visitantes. También le dio uno al profesor portugués que formaba parte de nuestro grupo, pues, tampoco les había frecuentado alguien de dicho país, nos dijo.

Allí, en donde se ha logrado tanto encanto, vi miles de posibilidades para Puerto Rico. Pensé en Casa Pueblo y en las comunidades que buscan la manera de crear modelos alternativos descentralizados. Insisto entonces que para resistir también hay que crear y que para que toda una comunidad se envuelva, hace falta mucho más que la mera voluntad de dar.
Además, confirmo otra vez que seguimos siendo, después de todo,
"de un [mismo] pájaro las dos alas".
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