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 encuentro con mi escritura

Soy puertorriqueña,  profesora de español, literatura y cultura caribeña y latinoamericana. Soy madre, educadora y activista, lo cual impulsa mi escritura creativa y profesional. Soy escritora, siempre en (trans)formación. Tengo una especialidad doctoral en las teorías de identidad cultural pancaribeña y la posmodernidad en la literatura ensayística y narrativa antillana del siglo XX.

Detuve mi desarrrollo en la escritura por casi una década, pero luego de retomarla en enero de 2020, hoy, respiro mejor. Este blog tiene la intención de lograr una meta establecida hace mucho tiempo. Manos a la obra.

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  • Writer's pictureDiana Grullón García

De los días y los viajes y sus cuerpos

Updated: Jan 22, 2021


He tratado de recordar cuándo fue la primera vez que viajé, pero no estoy segura de haberlo logrado. Sé que el destino fue República Dominicana, pero, como frecuentábamos esa travesía en algunas Navidades y veranos, no tengo claro cuándo fue ese momento en el que me inauguré en la experiencia de viajar. Igual, me parece oportuno abundar, al menos un poco, en la palabra 'viaje', puesto que puede ser cualquier desplazamiento, corto o largo, fuera de nuestro sitio de origen o de residencia, ya sea al pueblo o ciudad contigua, en carro o en guagua, en barco, o que tomemos un avión. Pero viajar para mí, incluso, podría hacerse sentada en una silla, imaginando estar en otros lugares en los que ya hemos estado, o en aquellos que, a modo de saudade, extrañamos, como si los hubiésemos vivido, pero sin hacerlo, como si los hubiéramos sentido, sin lo tangible de haber estado allí, de haber sentido el olor de la brisa o el de la piel de alguien.


Hay eventos en específico que vienen a mi pensamiento, como un viaje en barco que dimos mi mamá, mis hermanos y yo, en los ochenta, saliendo de Mayagüez a La Romana, con nuestro Toyota Tercer marrón cobrizo que se quedó en la parte inferior de la embarcación. Arriba estaban los camarotes. El trayecto por mar tomaba de un día a otro. Era conveniente tener el carro porque de esa manera no había que preocuparse por la transportación una vez llegáramos a la patria de mi padre. El recorrido incluía, luego de la llegada, desde La Romana, con paradas en Santo Domingo y Santiago, con ulterior arribo a Loma de Cabrera, pueblo en donde fue criado mi papá, que, como muchos otros, siendo hijo de militar nacido bajo el truijillato, portaba el mismo nombre del conocido caudillo.


En el ferry, en pleno mar Caribe, era de noche, tuvimos que bajar a buscar algo que se había quedado en el carro. No tengo mucha memoria de lo sucedido, pero sí, vívidamente, siento el vapor del calor que hacía en esta parte del barco. Era de esperarse, no parecía existir ningún tipo de ventilación en ese lugar de techo alto y espacioso en donde sólo estaban los automóviles que transportaban de una isla a otra. Los tripulantes no debían estar allí. No me acuerdo qué buscaba mi madre, pero creo que era algo mío. Tengo entendido que por mucho tiempo se eliminó el servicio de ese ferry y luego lo restituyeron. Era la primera vez que estaba mar adentro, entre puertorriqueños y dominicanos, entre pasajeros, moviéndonos de un lado a otro con la libertad de las aguas del Mar Caribe, que viaja de costa a costa, acariciando a todas las islas en su natural fluir; esas que van saludando la de Mona a su paso. La avisté desde la cubierta del barco, ya de regreso, a plena luz del día. Me pareció deshabitada. Me intrigó. Nunca olvido su imagen ante mis ojos mientras pasábamos lentamente al ritmo del movimiento de las mareas. La isla entró a mi atisbo de izquierda a derecha, la tuve de frente, para luego quedar ésta atrás, lejos de las miradas de los tripulantes, pero su imagen nunca desapareció de mis recuerdos.


Isla de Mona (Foto tomada de Boricua Online)


De otros viajes a República Dominicana, en los ochenta, tengo clara memoria de unas piscinas en Santiago, el sonido del timbre en la casa de Bao en la capital, de las varias veces que visitamos el río en Loma de Cabrera y, de este último sitio, las calles de tierra, el refresco rojo, los necesarios mosquiteros, los moñitos en mi cabeza, la letrina en casa de Reina, el mameluco, la libertad de jugar por las calles e ir a comprar dulces en la esquina, y que los demás reconocieran que esa que iba corriendo por ahí era la hija de Rafael. Cuando regresé a ese lugar, a esas vías, fue para decirle adiós al cadáver de mi padre. Pero al final nunca lo hice. Preferí no ver su cuerpo dentro del ataúd. No me acuerdo la última vez que lo vi vivo, tampoco la última vez que hablé por teléfono con él antes de que se mudara de Isla Verde a Nueva York a buscar trabajo.


Otros viajes en automóvil que ocupan cierta importancia me parecen como si fueran pequeños parchos de información remedada a medias. Como las varias veces que por años íbamos, mi mamá y yo, a comprar telas al hoy desaparecido Paseo de Diego en Río Piedras. Era toda una aventura de sábado. Nos estacionábamos en el Parking que quedaba debajo de la plaza central. Siempre me llamó la atención que ésta tenía la iglesia en el centro de la misma, contrario a otras de otros pueblos alrededor de Puerto Rico. Creo que una vez supe la razón por la que esa iglesia se encuentra allí, algo como una extensión de la plaza hasta donde está hoy; ahora no lo recuerdo con exactitud.

Parroquia Nuestra Señora del Pilar,

ubicada en la Plaza de Río Piedras


Una vez estacionadas, nos dirigíamos hacia varias tiendas en las que vendían telas. Había una que daba frente a la plaza hacia la diestra de la parroquia que era tan extensa que podías salir al otro lado y llegar directo al Paseo. Esa solía ser nuestra primera parada. Tener una madre costurera y perfeccionista era un precio que tenía que pagar con esperas largas, muchas quejas de mi parte, caminar el Paseo de arriba a abajo, varias veces, y asentir rogando que se terminara la búsqueda de telas y encajes, y que nos pusiéramos en marcha de regreso a Caguas. Jamás, a esa niña de unos nueve o diez años, se le hubiese ocurrido la importancia que tomaría ese mismo pueblo para ella, casi una década después, al ingresar al instituto universitario a unas cuadras cercanas de ese lugar riopiedrense. Nunca se hubiese imaginado que incluso trabajaría en el mismo Paseo durante unas Navidades.


El detalle que mami exigía para las telas que buscaba, en cuanto a la exactitud del color, igualmente para los hilos o lo zippers, o si tenían que ser de tal grosor, textura y gradientes de pigmentación, era tal que paseábamos de tienda en tienda, y regresábamos una y otra vez, a veces sin comprar nada. Claro, todo dependía de la importancia de la ocasión, ni más ni menos. Le decía repetidas veces que qué más daba, que si ni se notaban las diferencias. Su mirada seria y tajante aseguraba que era el momento de quedarme callada. Mis intentos eran infructuosos, la espera era parte de esos días en que la meta era encontrar los materiales necesarios para alguno que otro traje de novia o de quinceañero o de Prom. La última vez que dimos esa especie de excursión sabatina, de hecho, yo era la protagonista. Fuimos a comprar algunas cosas para mi vestido de graduación y el de la fiesta de Prom. Como dato curioso, mi mamá hizo varios trajes de algunas compañeras y amigas de la escuela. Creo que, haber cerrado esa especie de ritual, de ese viajar de vez en cuando a Río Piedras con mi madre, siendo yo el propósito, me dejó una grata sensación. Me doy cuenta cuando memorias como éstas comparecen cuando escribo.


Ya años más tarde en mis viajes de adolescencia, en dos ocasiones fui a Orlando a casa de mi tía. Luego, una o dos décadas más tardes, muchas veces viajé sola. Esas travesías iban moldeando y construyendo, de a pasito, la persona que soy. Cuando pienso en estas experiencias de mi niñez, o las que sucedieron en plena juventud, las veo como miradas escuetas que iban obteniendo variadas respuestas de la vida misma. Fui una adolescente muy observadora. Esa joven iba dando forma a la futura veinteañera, incluso a veces a esa de mis treinta. (¿Y aún a mis cuarenta, me seguirá advirtiendo?) Cuando viajo, suelo pasar mucho tiempo en silencio. Observo, pareciendo tímida, como si desde mi interior yo hubiera creado mi propia esquina, en la cual me percato que es en ese lugar, desde donde me acomodo con sigilo, al que siempre regreso, esté o no de viaje.


Así, muy en particular viene a mi mente que, cuando rondaba los veinte, fui a Texas con mi mamá a casa de mi tía y su familia. Viajamos con ellos en su mudanza, ya de vuelta a su hogar en la Florida. En dicho viaje fuimos en carro a Arkansas, luego pasamos por Mississippi, Alabama, Georgia y, finalmente, terminamos en Orlando. Nos tomó más de una semana llegar porque nos quedamos en casas de conocidos y familiares. Creo que en ese roadtrip, de alguna forma, solidifiqué una gran amistad con mi prima; sobre todo cuando nos reencontramos, ya ella adulta, y jangueábamos por el Downtown. Sin embargo, a esa Diana veinteañera que se tomaba osadas licencias, todavía le faltaba mucho por aprender, muchos más errores que cometer, o bien experiencias que vivir, para entender la verdadera fortuna de viajar, de eso que nos llevamos de cada espacio. No me refiero sólo a los sitios en sí, sino también algunas miradas, sonrisas, sonidos y colores que nos llegan porque debe ser misteriosamente así, porque son instantes que tenían que tocar ese pedacito de ser que eras o que eres, en ese lapso en el tiempo en el que andas pisando, viviendo. Allí.


¿Y cómo un mismo lugar se puede experimentar desde tantas otras maneras? ¿y no es así con el tiempo? ¿no igual con la gente?



En esa década de mis veinte, viajé repetidas veces en mi Jeep gris por tantas partes de Puerto Rico, por tantos rincones. Pude hacerlo a diestra y siniestra gracias a un dinero recibido por la muerte de mi padre. En ese Jeep recorrí y conocí mi isla, conseché hermosas amistades, en esas fiestas, en esos otros peculiares desplazamientos.



Interior de mi Jeep (2001)


Con lo que me sobró de la cantidad monetaria que había obtenido, me di un viaje a Europa y por primera vez visitaría esa ciudad que tanto había deseado: Atenas. Tenía 22 años. En el itinerario se incluía varios destinos, pero mi mirada se concentraba en que no acabaría ese dinero sin haber cumplido mi sueño de poder ver en persona el Partenón. Lo que conocía de ese sitio era muy limitado. Lo que sabía en general de historia o de arte, en ese momento, se circunscribía a las pocas clases que había tomado en la UPR y a las que les había prestado suficiente atención como para calar en mis ansias de ver estas famosas edificaciones; lugares tan fundamentales para el desarrollo del pensamiento europeo, incluso en la manera en la que hoy configuramos nuestros sistemas políticos, nuestros países en Occidente.


Ese viaje cambió mi vida. Me hizo aún más sedienta de conocimiento, exaltó mi pasión por las artes, por los lenguajes, y me empujó a tomar la decisión de hacer el doctorado (en ese momento quería hacerlo en Europa) y querer escapar hacia ese estilo de vida o al de cualquier otro en donde se le valore igual, o más, al tiempo de contemplación, de análisis crítico, del disfrute de la naturaleza y de lo social; en fin, de los tiempos de ocios que han sido vistos en nuestra sociedad como carentes de valor productivo.

Ya casi nadie se escapa de esto, ya casi ningún lugar. ¡Qué caro lo estamos pagando!


Esa misma vida nos hace ver que para viajar hay que trabajar o que, para disfrutar otro espacio, hay que esforzarse para ganarse las vacaciones y así gozar del simple contemplar de las maravillas que nos da el planeta. No solemos poner la idea del viaje como propósito mismo de la vida, incluso por encima del trabajo. Lo digo en el sentido de no dejar de hacer una cosa por encima de la otra. Ahora bien, en mi afán por abundar en el tema del viaje, no puedo evitar caer en divagares un poco filosóficos, que seguro también muchos los han considerado. Algo así como la ya trillada idea de, ¿no es acaso la vida misma un viaje? ¿No vamos a veces al supermercado o a un desplazarse corto en el que ocurren eventos que nos hacen pensar distinto o que cambian nuestras ideas? ¿instantes que nos moldean un poquito, o a veces mucho? ¿Acaso no podemos, un día de “descanso,” salir de nuestro lugar? ¿de nuestra habitación? ¿de nuestra casa? ¿o de nuestras calles? ¿de lo que siempre hemos sido?


Salir es viajar. Salir al pueblo vecino y sentarse en la plaza a observar, o al otro lado de tu país a ver un museo que no conocías. Ir a un parque a caminar o mirar por una ventana y dejar el pensamiento salir. ¿Acaso no viajamos al mirar fotografías en las redes sociales? ¿o nos imaginamos estar aquí o allá? ¿acaso no es eso un viaje? La diferencia de unos y de otros es que, los primeros, esos que determinamos como genuinos, físicos, los de trasladarnos a otro país, provincia o estado, los vemos como tal, a priori; de antemano casi siempre se planifican. Los otros, podemos percibirlos una vez pasamos la travesía, y la reconocemos y la recapacitamos.


Hay intervalos en el pasar del tiempo en el que nos damos cuenta que estuvimos de viaje. Ocasiones hay en que lo hacemos solos, otras, acompañados; en distintas sintonías o a la par, otras terminan siendo confusas y discordantes.


Cuando en la inocencia de lo inesperado algo deja de ser, lo reconocemos. Algo nos lo dice, y lo sabemos, que no volverá a ser. Al menos no así, no de esa forma, no en lo profundo o lo simple de una palabra, de una coincidencia. No así. No como con la candidez de un niño o niña un 25 de diciembre en esta parte del mundo, sino más bien como con la suspicacia del adulto, en la que ya no existe la ingenuidad de pensar que es un día especial, sino uno como cualquier otro; un día en el calendario que a veces marca un pago del carro o de la casa, o la jornada en la que no tienes trabajo y descansas, o una muerte, una huida o un simple mal sabor de boca.



Los viajes y los días se entremezclan como una misma cosa.



Es gracioso o tal vez extraño que muchas veces queremos planificar con detalles nuestras vacaciones y lo que se podría advenir. Pero no notamos que cuando viajamos todo queda en un flotar, en un presente, un ahora que se esfuma y que regresa sólo en memorias esparcidas que construimos en cimientos débiles, o en fortalezas pintadas de saudades que no llegan y se quedan en pretensiones; como la de los viajes que se planean en nuestras mentes y nunca se ejecutan. Quizás, a veces, sólo se trata de uno de esos desplazamientos en los que andamos pero que no los reconocemos hasta que estamos de vuelta en nuestro propio espacio.


Para todo esto necesitamos nuestros cuerpos como instrumentos que disfrutan el camino o la vida misma. Somos cuerpo que transmite sensaciones, que expresa lo que somos con gestos, con miradas, con acciones que a veces decidimos reservar sólo para unos muy pocos. Somos nuestra reacción ante esas cosas que no esperábamos, eso que dejamos que sea así porque sí. Todo eso en nuestros cuerpos somos. Cuerpo mío, tuyo o de quien sea, como si se compusiese de distintas capas, endebles e inconsistentes, y que nos presiden. Sucede que despertamos a ese cuerpo, en uno y otro momento en nuestra adultez, y lo sentimos sin pedirlo y sin quererlo, con el candor similar al de la misma adolescente que optaba por la paciencia ante lo inevitable. ¿Y luego qué hacemos con lo que se descubre de nuestros cuerpos? ¿y de lo que descubrimos de otros, de lo que creíamos "nuestro", en nuestros deseos, en nuestras ansias, en nuestros cuerpos? Esas experiencias que se van porque sabemos que únicamente fueron nuestras en esos instantes inaguantables y resbaladizos de la imaginación.


Busco reconstuir mis viajes con las palabras que maquino y que merodean en mis pensamientos. Hay días en los que estoy en Amsterdam, en un ferry cruzando de un lado a otro con un residente del lugar. En otros, me encuentro mirando la Isla de la Luna en las aguas del Lago Titicaca con mis estudiantes. Recuerdo igual el casi asfixiarme estando adentro de una de las pirámides de Guiza cerquitita del Cairo (y cómo es tan distinto a lo que parece en las promociones turísticas). Y momentos en mi isla, en los que estoy cerca del barrio San Salvador en Caguas, pero llegando a San Lorenzo, en una caminata en la que me perdí con mis primas. Y así hay otros, en los que estoy en mi casa en Caguas, o comiendo en la calle Loíza o visitando Cuzco; o en Illinois, imaginando futuros que pintaba como hermosos, como aquellos acuarios con plantas y colores, vistos sólo en vívidas fotografías, como lo que se queda sólo en eso.


Isla de la Luna, Lago Titicaca en Bolivia (2017)




En estas travesías nos redescubrimos, nos dejamos ser. Palpamos nuestras pieles en recuerdos de cosas que ya no fueron ni son.

Sudamos momentos que se hacían distancias, que, por estímulos y palpitaciones ajenas, se mezclaban con otras osadías temporeras.

De esos otros tipos de viaje.





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