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 encuentro con mi escritura

Soy puertorriqueña,  profesora de español, literatura y cultura caribeña y latinoamericana. Soy madre, educadora y activista, lo cual impulsa mi escritura creativa y profesional. Soy escritora, siempre en (trans)formación. Tengo una especialidad doctoral en las teorías de identidad cultural pancaribeña y la posmodernidad en la literatura ensayística y narrativa antillana del siglo XX.

Detuve mi desarrrollo en la escritura por casi una década, pero luego de retomarla en enero de 2020, hoy, respiro mejor. Este blog tiene la intención de lograr una meta establecida hace mucho tiempo. Manos a la obra.

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  • Writer's pictureDiana Grullón García

Desde adentro

Updated: Sep 9, 2021

Parte I: Desde el balcón de la casa de mi mamá


Cuando llegué en junio a Puerto Rico tuve que esperar en el aeropuerto unas cuantas horas para obtener el carro que alquilé. Tratando de esquivar el tapón del expreso de San Juan a Caguas, al salir de Isla Verde, tomé la ruta del Teodoro Moscoso (nombre que más adelante en el viaje y, sin saberlo en aquel momento, se me aparecería varias veces en los documentos de La Fortaleza que escudriñaría en el Archivo General en Puerta de Tierra mientras estuviera trabajando en parte de mi investigación académica). Intenté meterme por el atajo que solía tomar hace ya más de 14 años, buscando pasar por Carraízo y cruzar así de Trujillo Alto a Caguas, saliendo por el McDonalds en la carretera #1, pero no tuve éxito. Confiando más en la aplicación del mapa de Google de mi teléfono que en mis instintos, que anclados en la memoria se ensombrecen con el paso del tiempo, tomé la ruta que nos condujo, efectivamente, de Trujillo Alto a Caguas, pero, a través de Gurabo. Así que, en un abrir y cerrar de ojos, andábamos por un camino que, aunque sabía de su existencia –como se conocen las fábulas de barrio–, nunca lo había experimentado. El vuelo llegó a la una de la tarde, salimos del aeropuerto a eso de las 4:30 y estuvimos en Caguas, en casa de mami, casi a las 7 de la noche.




Esa fue nuestra llegada, que, a pesar del cansancio, del calor, del sudor, de la falta de empleados en el Avis para que aligeraran el servicio, a pesar de los costos exorbitantes de la renta de carros (y de mi cerebro gritándome ‘colonia’ en el ínterin), no quise quejarme, después de todo, las vistas que divisamos desde esas montañas trujillanas-gurabeñas nos daban la bienvenida y nos servían de preludio para los próximos 44 días que nos aguardaban en la isla.




A veces me lleno de utopías y sacarlas de mí toma mucho más de lo que conllevó haberlas ideado, por aquello de que ilusionarse no cuesta nada; por eso nos salimos de los sitios, por eso llegamos o regresamos. Se encontrará en este escrito una dosis muy fuerte de mis utopías, por eso de la poesía que veía sin par en mi verano boricua; quizás, con aleatorias y convenientes miradas, la dicha de vivirlas como nunca.


Esos 44 días.




Utopías y redundancias. En eso traduzco, en definitiva, gran parte de lo que soy, como un ser al que se empeñan en llamar diaspórico, pero que, en esos conceptos me pierdo; en mi arsenal de palabras no recurro a ésta para identificarme, pues, me dice más de mí la belleza de la luz antillana al amanecer o al atardecer, ya sea desde las costas sureñas de Santa Isabel o por el friito y el silencio de Comerío, y sus montañas enrevesadas que dibujan las curvas de las carreteras que acarician su formación geológica. ¿O es al revés?; es que en mi depósito de vocabulario me define todo lo complicado, como esas calles por la cordillera central que, sin saberlo, sinuosas, dividen ecosistemas diferentes en tan cortas distancias.



Al estar en Puerto Rico, en ocasiones quise escribir, pero me detenía a percibir otras cosas, escapaba. En algunos fragmentos de mis impresiones, pausaba en esos detalles que antes daba por sentado y que ni si quiera notaba, ni anotaba: como el matiz del cielo cuando el sol por fin despliega sus primeros rayos entre la pequeña arboleda que se alza en la acera de enfrente al otro lado de la vía. Diviso esto desde el balcón de la casa de mi mamá, que, dicho sea de paso, todavía la llamo mi casa, aunque no lo sea, porque no vivo allí. Es ahí donde me crie y aun así no recuerdo nunca haberme percatado del cielo de Caguas a las 5:30 de la mañana en los veranos, no desde ese lugar, no desde ese balcón que viví desde otras perspectivas, en donde crecía y olvidaba el cielo que tenía sobre mí. No recuerdo haberlo notado antes.


Lo que menospreciaba sin saber.



En esta pasada travesía de la cual acabo de regresar quería disfrutar cada instante, hallarme allá, que es muy distinto a ese otro encontrarme en el que me he ido descubriendo desde hace más de una década, acá. Las mañanas cagüeñas que presencié durante ese pasado mes y medio que estuve allí, además de parecer que estuvieran metidas como en una especie de paréntesis [o bien corchetes], no fueron tan diferentes unas de otras. Aunque tenía que empapar casi todo mi cuerpo de repelente de mosquito desde antes que saliera el sol, me sentaba yo a diario en el balcón de la casa de mi madre a disfrutar la gama de colores que se asomaba para acariciar mi vista, sin nada más que el aroma del café boricua que, mientras tanto, salía de la taza que me acercaba a los labios marcando con consonancia el gusto arrítmico que placía en cada sorbo que daba.


Disfruto en mi café de las mañanas, ahí, tanto de lo que soy en esos segundos que vivo a sorbos; un ser que, a veces, palpita en un tono calmado y, otras, sin saber cuándo, es más una cosa que la otra, la volatilidad y las indignaciones afluyen en aquello que creemos insalvable. Aún así, como en una especie de corriente de río, me dejo llevar hasta que me reconozco y saco la fuerza para detenerme, levantarme y fluir, pero a mi propia cadencia, como el diario vivir que se empeña a pesar de nosotros, aunque se esté de "vacaciones".



Hay sensaciones que vivo en la isla que no vivo aquí afuera. Sí, olvidé que vivo aquí afuera, y mi hija me lo recordó al comentarme en un momento dado, “Mami, ¿tú sabías que, en Puerto Rico, vivir en Estados Unidos es “vivir allá afuera”?" Lo descubrió, entre otras tantas cosas que fue hallando en su viaje conmigo, con ella, en nuestro Puerto Rico. Le dije que lo sabía. Sonreí. “Contra”, pensé. ¿Y cómo era posible que nunca me había hecho esa pregunta y ni siquiera me resultaba curioso eso de decir “allá” o “acá afuera”? Al menos no recuerdo haberlo observado. En esa expresión hay tanta sabiduría, primero, porque coloca a Puerto Rico como centro y punto de partida; de lo propio, del adentro, de lo esencial. Y no es falso eso de que estamos afuera de ello, de lo que somos o de lo que éramos. Pero en Estados Unidos ese afuera es distinto al afuera europeo, chino o australiano, ¿cierto? Ese ‘afuera’ estadounidense que connota dicha expresión, subraya que no se es parte de eso, o que al menos hay un intento de expulsión, de no estar en el adentro puertorriqueño. Es el dilema que vivimos y que se proyecta claramente cuando se pone en tela de juicio la puertorriqueñidad, la cultura nos la cuestiona y nos la pone de frente. Esta vez se llama Jasmine, y nos recuerda lo que somos. Y así como los tonos de los colores, o sus trazos que se buscan distinguir, o como entre una amapola o flor de maga, o si son lo mismo, igualmente, se hacían chispas mis ojos ante las luces que avistaban con mirada auscultadora y fascinada, mi puertorriqueñidad desde mi Puerto Rico. Se marcaban los tintes que pueden hilarse en tantas expresiones boricuas que, después de cierta edad y luego de estar demasiado tiempo en ese “afuera”, comienzan a tomar variados significados.


Ahora las respuestas se me hacen más complicadas y pluriposibles.




Desde Puerto Rico intenté escribir, pero estaba como en un coqueteo sinfín con la tierra que me vio nacer, con las montañas que me acariciaban la vista o con los insectos que imaginaba que sobre las flores me cantaban con sus chirridos nocturnos, sin sentir miedo, ni soledad. No escribí mucho a mi Puerto Rico desde sus entrañas, lo confieso. Busco escribirlo ahora desde este “estar acá afuera”, como si así extinguiera y exprimiera la melancolía de no estar allá. Lo escribo para hacerlo presente, aunque nunca ha dejado de estarlo, ni lo estará.


En esas tímidas y breves letras que sí pudieron salir de allí, reflejo lo que hoy al releerme quiero mostrar y repensar.


Y fue esto lo que murmuré en garabatos, en ciertos instantes:


Escribo esta vez desde aquí, desde el Caribe, desde mi Puerto Rico, para que así, al hacerlo, tenga yo la sensación de estar en donde quiero. Entre la bruma del polvo del Sahara, a pesar de la presión que crea la sinusitis, prefiero escribir en este aquí. Estoy en el aquí que sé que va a dejar de ser aquí, cuando me relea desde mi casa, cuando me lean, mientras yo estoy en esas praderas enormes del estado de Illinois, deseando estar allá, que es aquí, ahora. Desde el sabor a salitre que me da cuando me saboreo los labios al salir de la playa. O desde la risa exorbitante entre un grupo de viejas amigas o el abrazo de a quienes llevas en el alma y se tiene la oportunidad de tener de cerca otra vez. Desde conducir, esquivando personas en bicicletas, observando las formas de las montañas, persiguiendo los colores de los flamboyanes, o de los robles en junio, y de esas flores violetas que no sé cómo se llaman. Saboreando visualmente, si es que se puede, la belleza de las frutas, aunque casi ninguna me gusta. Jugar a adivinar el año de construcción de los edificios alrededor de los centros de las plazas de los distintos pueblos que visité. Perderme.


Y me perdí, lo hice en otros hilvanares del pasado que chocaban con las realidades de mi presente. Algunas cosas inaceptables, otras vanas. Comportamientos que laceran o que laceraban y, hoy, exorbitante, se desgasta en modalidades que nos empeñamos en llevar a cabo en un presente en el que no hace falta nada más que dejar las cosas descansar, los momentos perfilarse por sí solos a la madurez, al “ya pasó”, y al “ya, esto somos”. Pero cuando se llega al qué se será o al qué se va a hacer, hay que aprender a darle más peso a otras cosas. Deshacerse de las utopías, quizás, si es que eso es posible.




Hay una fuerza en todo ser humano que viene de ese lugar en el tiempo y el espacio que te forman.

Eso, así como un centro.

Eso, así como un adentro.

Sabemos que lo contrario a ello, es estar afuera.

Estar fuera de sí es la locura.

Estar afuera de donde eres, ¿no será acaso otra demencia?

Y si se busca el afuera por necesidad, mientras la insuficiencia deja de ser para acomodarse a otras realidades, entonces, hay que cuestionarlo. Y se llega con o sin utopías a los dudares de la vida, a un centro que se piensa intensamente fuera del mismo, mucho más que desde adentro.


¿Qué se quiere en el afuera?

¿y si no se obtiene nada, por qué se sigue allá o allí, o acaso es aquí?




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