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 encuentro con mi escritura

Soy puertorriqueña,  profesora de español, literatura y cultura caribeña y latinoamericana. Soy madre, educadora y activista, lo cual impulsa mi escritura creativa y profesional. Soy escritora, siempre en (trans)formación. Tengo una especialidad doctoral en las teorías de identidad cultural pancaribeña y la posmodernidad en la literatura ensayística y narrativa antillana del siglo XX.

Detuve mi desarrrollo en la escritura por casi una década, pero luego de retomarla en enero de 2020, hoy, respiro mejor. Este blog tiene la intención de lograr una meta establecida hace mucho tiempo. Manos a la obra.

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Entre ventanas y puertas en tiempos de pandemia

  • Writer: Diana Grullón García
    Diana Grullón García
  • Apr 1, 2020
  • 9 min read

Updated: Apr 21, 2020

Desde que no salgo a diario de casa abro una ventana que da hacia mi patio. Al principio usé la excusa de la necesidad de mis perros de oler el aire fresco para que no se acaloraran tanto con la calefacción. Sin embargo, poco a poco voy notando que esa ventana abierta no es para ellos.



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Trato de mantener ciertos hábitos rutinarios para que los resultados de la pandemia no choquen tanto, ilusa yo. Levantarme temprano en la mañana, aunque no como solía hacerlo preCOVID-19, hacerme el café, abrir la ventana, leer algunas noticias, consciente de las distintas ideologías detrás de lo que leo, mirando el hilo de humo del café que sube hasta desaparecer. El gobernador de Illinois estableció una orden de “shelter-in-place” que comenzó el pasado 21 de marzo y, hasta el momento, de acuerdo con la última ordenanza federal, se extenderá hasta el 30 de abril. Me incluyo en los que sospechamos que se dilatará aún más. En una de sus conferencias de prensa dijo que, dado a que el gobierno federal no estaba tomando las medidas nacionales requeridas, tan estrictas como debían ser, él estaba determinado a cuidar de su población. La ironía, si es que realmente lo es, es que al COVID-19 le ha dado con venir en año de elecciones acá en los Estados Unidos y en su colonia, mi Puerto Rico. Conveniente, ¿no? Nos tiene en un juego de ajedrez entre salud y economía, en la grotesca batalla entre republicanos y demócratas, o entre estadistas y el resto del pueblo, y entre aquellos que creen en la magnitud de la situación y los que prefieren no hacerlo.



Desde que no salgo de casa hace unas dos semanas me ha tocado trabajar remotamente, preparar un currículo viable para mis tres grupos de estudiantes, y de tres estudios independientes, tener a mi hija adolescente 24 horas al día entre ver Netflix, comer, quejarse de aburrimiento y dormir (afortunadamente esta semana ya ha leído) y hasta nos ha dado tiempo suficiente, como válvulas de escape, de hacer rompecabezas: ya hemos hecho tres. Haciendo el cuarto, la labor se ha convertido en un trabajo más individual y añadido a mis responsabilidades de acuartelamiento que a una iniciativa familiar. Las observo acercarse a la mesa a rebuscar las piezas, a tratar de colocar algunas y a casi siempre fallar para luego darse la vuelta e irse. Mi madre y mi hija no entienden por qué disfruto tomar minutos aquí y allá para sentarme a colocar piezas, a observar los colores de los dibujos y dar forma, al menos a algo, en estos momentos de incertidumbre. Mientras tanto, pienso en cómo tambalea el sistema en el que vivimos, que sabemos que no funciona, pero ya tilda en lo inverosímil tenerlo golpeándonos en la cara así y no tener respuesta sensata de los líderes del país, tanto en Puerto Rico como en Estados Unidos. Nos quedamos muchas veces prefiriendo no decir tantas cosas sobre el cómo da asco que la economía tenga más valor que la vida humana; la que no cumple con los supuestos requisitos de la selección natural (o innatural) en un sistema en el que supuestamente van a sobrevivir los más fuertes. Que en nuestro siglo XXI se trata de tener el seguro médico para atenderse o la capacidad de poder darse el lujo de endeudarse con unos cuantos miles de dólares para sobrevivir si es que te da el virus. Cuando conviene, las teorías científicas apoyan dudosas ideas conservadoras, si es que se trata de ganarle, ¿a qué?

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Por esa ventana abierta trato de entrar en tiempo. Escribo, pienso, corrijo, escucho música, texteo. Por ahí salen los ladridos de mis perros, mis miradas que observan las ramas secas de los árboles que rodean mi casa. Veo otras ventanas con siluetas que quizás miran las sombras de esas ramas reflejadas por el sol en la pared de la casa del vecino, el humo del incienso que enciendo ocasionalmente, uno que otro insecto que tiro hacia afuera, subiendo el screen, es común verlos en este clima ya "primaveral" de los sesenta y tantos grados Fahrenheit. Por esa ventana, enfocándome solo en mi tiempo de “refugio-en-casa” mood, he visto la nieve, hielo en el suelo y en las hojas inmóviles, lluvia, un poco de granizo, el viento moviendo las ramas secas, el sol tratando de calentar la tierra húmeda hecha ya fango. No niego que ha sido todo un banquete visual en apenas dos semanas. Esa ventana me da la ilusión, quiero creer, de que me aleja un poco de esas otras ventanas que me llevan, ahora más que antes, al trabajo, a mis correos electrónicos, a Moodle y Google Classroom, a mi Facebook y a Twitter, y a los cientos de recursos académicos ahora disponibles (agradecida por eso) como asunto de la pandemia que estamos atravesando.


No he calculado cuántas horas al día paso en la oficina de mi casa. Ésta ya estaba allí, designada para ello, pautada para ser oficina desde mucho antes de comprar la vivienda. Es un espacio pequeño. No tiene puerta.


Cuando vi la casa por primera vez, hace ya 3 años, al momento de llegar al ático, el realtor señaló unas puertas que habían acumuladas en una esquina. Puertas que recostadas unas contra otras fueron colocadas allí, tal vez, con el deseo de volver a darles la función de separar una habitación de otra. Igualmente, en el mismo tour que dimos a la propiedad, al llegar al sótano, notamos otras dos o tres puertas inclinadas horizontalmente en una de las paredes cerca de la repisa de la calefacción o el furnace. No pensé en las puertas al momento de decidir comprar la casa. Ahora, éstas continúan en ambos lugares, en ático y sótano. En estos días de cuarentena me he preguntado mucho sobre esta casa, sobre esas puertas y quiénes tomaron la decisión de quitarles su funcionalidad. También me he cuestionado sobre la decisión de haberlas dejado unas arriba y otras abajo, del porqué de la relativa proximidad de las puertas del sótano, debajo de la sala de comedor, y el porqué de la lejanía de aquellas otras en el ático, oscuro. Al sótano hay que bajar de vez en cuando a usar la pileta, al ático no vamos. ¿Dónde estará la puerta de mi oficina? ¿Habría sido puesta allí con la idea de volverse a usar?


Tampoco presté mucha atención cuando vi la casa por segunda vez, no fui al ático ni al sótano, no hacía falta, por lo que no tuve encuentro con las puertas. De hecho, no las veo casi nunca. Si por alguna razón llego a estar cerca de ellas, las miro, me hago preguntas, continúo y las dejo allí. No sé si las necesitaré en algún momento, pero en la cuarentena me ha dado con pensar en que es posible que pueda darle uso a la de mi oficina.


El día que firmé la adquisición de la casa, la antigua dueña me preguntó si había visto las puertas, que algunas estaban en el desván y otras en el sótano. Me dijo que funcionaban, que las podía usar si lo deseaba; por supuesto, si ya eran mías. Ya son de mi propiedad. Pero la verdad es que siempre se me olvidan las puertas. Las había olvidado hasta ahora. La cuarentena me ha hecho pensar que sería útil tener una en el espacio destinado para ello entre mi oficina y el comedor. (Las interrupciones han sido incesantes en estos últimos días.) Me aguanta un poco el hecho de que al mirar desde adentro de la oficina hacia el espacio en donde iría esa puerta, si la cortina de la ventana de al frente está abierta, puedo ver hacia afuera, a la parte delantera que da a la calle. No es la ventana que suelo abrir, pero es otra que también me ayuda. La que abro da hacia la parte de atrás, hacia el patio de la casa, en dirección a la verja de madera que separa el acceso de la entrada del carro del vecino.


Esas puertas que ahora son mías, guardan historias de otras personas. Mi historia se limita a esta escueta descripción del lugar que ocupan actualmente y de la posibilidad, si decido ponerlas, de volverles a dar una razón de ser. La de la oficina, una vez puesta, podría cerrarla, y encerrarme en ese espacio limitado que funciona como despacho. Pero igual podría solo juntarla, es decir, no cerrarla del todo. También podría esconderme como adolescente a textear en WhatsApp. La pandemia a algunos nos da por hacer travesuras, ¿a quién no? Eso pasa.


A veces me pregunto si debería sacarles a las puertas aquel polvo que descansa en sus superficies y que les acaricia en el ático, comenzar a crear mis historias con ellas: nuevas memorias en esta casa, una que ahora parece ser que podría tener una oficina con puerta, una que separaría la habitación contigua que es el comedor (donde está la chimenea que he usado solo unas cuatro veces desde que nos mudamos), una en donde estoy viviendo esta pandemia, una que está lejos de mi isla.


En esta casa en la que vivo, a veces me cuesta llamarla mía, pues, ¿qué son tres años en noventa y nueve? (Es de 1921.) Una casa que guarda más historias que las que yo misma tengo. Historias, las mías, que comenzaron en Caguas, que continuaron en Río Piedras, dieron una vuelta por Europa, regresaron a Puerto Rico. Luego, dinámicas de vida que me llevaron a construir otras memorias en Miami y que me llevaron a las que forjo actualmente, las que ya hace casi cinco años me han traído al medio oeste en el que estoy de paso. Una de las cosas que más me atrae de la casa es su historia, que no la sé y que no me asusta; me da cierta sensación de confort. Sí, me acoge. Este lugar, generoso para mí, aunque sea uno de paso, al fin y al cabo lleno de historias, construye otras: mi mamá, que está aquí desde inicios de febrero, y mi hija, quien ha celebrado su quinceañero en cuarentena, forman parte de esta nueva historia de la casa que nos alberga. Sumo los olores de la sazón de mami a los recuerdo que anidará la casa. Aquí tengo cantitos de mi isla con ellas.


Mientras tanto, nos vemos frente a una realidad que no creímos posible. Y, una vez más, no deja pasar la oportunidad el mundo del capital que no pierde el tiempo: busca cómo exprimir lo que sufrimos para hacernos creer que lo deseamos, es la explotación de nuestros sentimientos, de nuestros miedos. Ahora se lee package sterilized en letras rojas y en bold en Facebook y en varias páginas Web cuando se refiere a cualquier tipo de producto que te quieren vender; es lo primero que nos atrae, como si confiásemos a ciegas que es así, que es totalmente seguro. Escroleamos el dedo por la pantalla y nos venden productos relacionados hasta con la mejor de las prácticas para lavarse las manos o del distanciamiento social. Parece inverosímil, aunque no sorprende, que se estén vendiendo t-shirts con letras que animan a jactarse de estar dotada o dotado de la experiencia del “social distancing”, esto independientemente si hay miles de personas muriendo; que te quieren vender una máscara particular para filtrar el aire que respiras en el no módico precio de ochenta dólares; que sigo con el dedo moviendo el mousepad de mi laptop o la pantalla de mi celular y sigo viendo publicidades de objetos que sirven como unas especies de trofeos que no necesitamos, pero aun parece que atrae a gran cantidad de personas para que se esté produciendo este tipo de mercancía que revuelve en plena pandemia los motivos para su existencia.


A mí tal vez me haga falta una puerta entre mi oficina y mi sala de comedor, eso Facebook no me lo vende (creo), pero, al menos no hay publicidades de puertas que me convenzan de lo contrario. Puedo además en la cuarentena escudriñar las puertas entre mi ático y el sótano, como en una expedición en búsqueda de piezas de maderas valiosas, con historias, que en su momento tuvieron su función, que fueron tocadas, acariciadas, sentidas, empujadas por manos de varios tamaños, posiblemente la gran mayoría blancas. Quizás mis manos marrones, de piel taína y de herencia africana, mis manos antillanas, sean las únicas manos con color que las vayan a palpar allí en donde están y a regalarles historias. Quizás no.

Desde que no salgo de casa hace unas dos semanas me he quedado pensando en si le pongo algunas de sus puertas a la casa. No sé si deba separar mi espacio entre la oficina y el comedor. Si pongo la puerta, la ventana que tengo en mi oficina no es tan grande como la ventana que abro hacia el patio trasero de mi casa. No sé si las puertas necesitan crear historias, tal vez todavía no. No sé si pensar en ellas me hace creer que necesito crearme historias. Allí están, pero no están ejerciendo la función para la que fueron hechas. En tiempos de pandemia, las puertas y ventanas nos separan para crear todo tipo de historias. Miles de puertas hoy en pie fueron testigos de otras pandemias, otras son testigos de ésta. No sé si es una locura esto de pensar que las puertas nos tendrán respuestas. Tal vez no tengan nada que decir, después de todo son de madera.


Quizás, si pongo mis puertas, las de mi casa, contarán historias de una puertorriqueña, de su mamá, su hija y sus perros en tiempos de pandemia. Las mías, en cambio, si las pongo y las cierro no contarán historias que tal vez valgan la pena construir. Si pongo esas puertas me arriesgo a que posibles oportunidades, celadas de temporalidad, se esfumen.



Me pregunto si lo de tener o no tener puerta es algo temporal. Quizás sí.

 
 
 

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