La intimidad de mis cosas
- Diana Grullón García
- Feb 21, 2021
- 10 min read
Updated: Mar 3, 2021
"Infundir a los objetos el aire de tener ganas de estar allí."
Robert Bresson, cineasta.
Las paredes de mi cuarto son color crema. El frío, mezclado con la claridad y ese matiz despejan de a poco la zozobra inquieta que a veces me da tanta soledad. Me he mudado a trabajar a mi dormitorio. Lo prefiero en lugar de la pequeña oficina que tengo en casa en el primer piso. Es fría y oscura, me siento más sola, sobre todo en este nuevo año que marcó el calendario hace casi dos meses. Mi habitación queda en el segundo piso. Me cobijan las cosas que ahí tengo y la luz que entra por la ventana. Tan pronto aclara lo suficiente afuera, abro las cortinas de par en par. La iluminación cambia de acuerdo con el momento, pero su resguardo permanece sin importar la hora.
Estos son los días que permanezco en la casa, los que no tengo que ir a la oficina al campus o al salón de clases. Desde agosto impartimos los cursos de forma híbrida. Vamos menos a la universidad para eso de evitar, dicen, tener tanto contacto. Lo que hago es que, al despertar, bajo a la cocina a preparar mi rutinario café. Permanezco entonces en el primer nivel hasta que se acerca la salida del sol. Es el aviso para cambiar de espacio, para huir de esta mente mía que se escapa a lugares a los que no tiene que irse, a los que se lo tengo prohibido; aunque si soy honesta, ¿quién puede con ésta, si domina nuestros pensamientos? Aun no ceso en tratar de reubicarla y enfilarla, de ahí la repentina variación del sitio en dónde estar y pasar las horas.
Me refugio en ese tono de mi cuarto porque su neutralidad no expresa mucho. Quizás por ello es por lo que me gusta. Es la sencillez de lo que tengo en este lugar, su resplandor y las imágenes que se vislumbran por los cristales de mi casi ventanal, y los objetos que guardo con cariño, lo que me ocupa. En mi oficina del primer piso, igual tengo cosas que me acompañan. Todas las decido colocar con algo de estrategia y no se escapan de los sentimentalismos de mis varias identidades. Quedan estos, en ciertos lugares de mi casa, como si estuviesen en donde están por acto voluntario de los objetos mismos; y en mi habitación, permanecen como si tuvieran ganas de estar allí, descansando en las tablillas fijas que hay en la pared.
Entre las ventanas, cada uno de los objetos tienen un significado, no están ahí al azar. Rememoran un tiempo, una persona, un viaje, regalos, cariño, abundancia, cultura, amor o protección, o los deseos de que todo lo dicho, al unísono junto a varios libros, complementen cierta sensación de bienestar. Esas cosas hablan por mí.
No tengo mucho decorando el crema pintado en la superficie de los muros de mi cuarto. Entre las cosas que hay, coloqué un dibujo de mi hija, que a cada rato me critica haberlo dejado en la pared después de tanto tiempo, pues de acuerdo con ella no lo considera digno de exhibición. A mí me encanta. Es sencillo y vivaz, como ella, y como yo. Se observa una fila de edificios con varios colores en tonos de verdes, morados, azules y algunos otros, con luces de amarillos encendidas. Es de noche.
En otra de las paredes tengo un amuleto que no sé cómo se le llama. Es rojo. Me lo obsequió un colega y amigo inglés de padre chino cuando yo vivía en Miami hace como seis años. Su trabajo se basa en los elementos de influjo chino en la santería en Cuba. Al menos ese es el tema general de su disertación doctoral y que aún continúa desarrollando luego de graduado. Pues resulta que, por agradecimiento, por haberle ayudado a comentarle en ciertos elementos de su tesis, me lo regaló y me sugirió ponerlo cerca de mi cama para que me protegiera. Desde ese día lo tengo adyacente a mi lugar de descanso. Junto a esta especie de reliquia religiosa del bien dormir, tengo dos espejos pequeños y circulares. Los compré en la tienda del dólar (o una como esa porque para mí son todas tan semejantes que no las puedo distinguir).
Otro amuleto que me protege queda frente a mi cama, sobre las tablillas en la pared entre las ventanas. Es un búho hecho de obsidiana, piedra que en su nombre lleva el mío. Es maya. Me dijeron que su capacidad de viajar al mundo sobrenatural, me ampararía en mis sueños. Lo compré en Yucatán cuando fui en el 2014. Igual me dijeron que lo pusiera no muy lejos del lugar en donde duermo. No creo mucho en estas cosas, pero curiosamente me alegra tenerlas cerca, por eso de que sea cierto, uno nunca sabe.

En la pared contigua a la puerta del closet, que tiene un espejo casi de su mismo largo, tengo un bolso quechua que me regalaron en la ciudad de Cochabamba, en Bolivia, en uno de mis viajes con mis estudiantes en el que me ofrecí de voluntaria en un ritual que se estaba llevando a cabo. Me indicaron en un momento dado que pensara en dos cosas que deseaba, una la haría pública y la otra la mantendría para mí. Confieso que ninguna se ha cumplido, aguardan junto al tejido que cuelga esperando a ser concedidas. Cada vez que veo el bolso y los dos deseos, me recuerdan mantener la esperanza.
Del lado derecho de la misma puerta, contrario a la bolsa quechua, está mi gavetero. Le falta la perilla de su gaveta superior izquierda, la perdí hace poco. Sobre éste, en la esquina derecha, hay un inciensero de bambú que compré en mi viaje a Cartagena de Indias en el 2010. A su lado tengo un minigaveterito de madera que conseguí en Ross. Guardo ahí algunos de mis accesorios. Hay también un recipiente en donde se ponen cubitos de cera que, con una lamparita adentro, se calientan para expeler su fragancia. Junto a esto, hay unas velas en envases de cristal que en ocasiones olvido encender. Encima tengo una tarjeta doblada y un poco maltratada que descansa sobre el vidrio. Está por casualidad, porque se encontraba en mi oficina del campus sobre mi escritorio y la traje pinchada entre las páginas de uno de los libros que estoy usando en una de mis clases, hace ya casi como un mes. La postal asimismo le hace compañía a la notita que mi hija me dejó una de las veces que se fue a casa de su papá. Ella la había puesto sobre su escritorio antes de irse aquella ocasión en el otoño. Logré divisarla de milagro, entre el nublarse de mi vista, que sucede cada vez que entro a su cuarto en la falta de su presencia, y mis ansias que divisaban con la mirada qué había quedado fuera de lugar para recogerlo.

Es de El velorio de Francisco Oller la tarjeta sobre el gavetero. La compré en otro de mis viajes a Puerto Rico con mis estudiantes en el museo de la UPR en Río Piedras. Por supuesto que jamás una postal podría lograr el efecto de tan grandiosa obra de arte, pero me agrada tenerla. Cuando estaba en mi oficina, cuando mis estudiantes me visitaban, sus curiosidades les delataban con sus miradas casi traicioneras que no despegaban de tan interesante imagen. Eso supongo yo, ellas o ellos no abundaban demasiado. Creo que han sido más escenarios hipotéticos los que he disfrutado en el admirar de la tarjeta que, tal vez, sea más una excusa para hablar de Puerto Rico. Cuando la pandemia comenzó, tuvimos que quedarnos en nuestros hogares por meses, pero la postal se había quedado allí, sobre el calendario que está en el escritorio de mi oficina en mi trabajo.

Cuando regresé al campus en agosto del 2020 y la vi, noté que la había echado de menos. Un poco raro eso de extrañar un objeto. Sin embargo, me pasa con los libros, aunque no los lea ni los vaya a leer pronto, con mis sortijas, aunque no me las esté poniendo con tanta frecuencia ahora, con mis tazas y, sin dudas, con las medias que uso para dormir. La postal se quedó allá todo el semestre pasado. Me entusiasmaba verla cuando daba mis clases virtuales. Allí igual permaneció durante el descanso del invierno (pero si de reposo alguno se trata, yo no sentí ninguno).
Los días que me quedo a trabajar en casa, entonces, organizo mi tiempo entre el primer piso y el segundo, entre mi oficina y mi cuarto. En la segunda planta, el reflejo de la luz que dejo entrar por mis ventanas, con las cortinas abiertas , me reconforta. Es un espacio que he hecho mío en un modo muy simple.
Ese gavetero que he mencionado ya, que tengo al lado de la puerta del closet, es antiguo y era crema, vino con la casa. Cuando vi los pocos muebles que tenía al momento de negociar la venta, pedí los mismos, de todas formas, no parecía que los ocupantes anteriores tuviesen interés en conservar las cosas que aquí quedaron. Yo lo agradezco porque me gusta mucho, tiene un aire interesante. Incluso aún le quedan rastros del viejo matiz tratando de salir a la superficie en una lucha contra el color actual. Recuerdo que inmediatamente lo vi, supe que sería negro. Me pasó con la coqueta que ahora está en la habitación de mi hija que es blanca, pero era tono ocre.
*arriba: El borde de la puerta del closet
*abajo: La pata del gavetero
Suelo tener ideas a cada rato, pero muchas se quedan a medias, algunas se esfuman de inmediato, otras les asigno cierto tipo de seriedad y hago planes en el aire para ejecutarlas. Y existen también aquellas en las que, con gran efusividad, pongo todo mi esfuerzo y elaboro mi vida a su alrededor. Lo que hago lo uno a mis pasiones, en todo, y lo convierto para que sea parte de mí. Lo ejecuto igual con cosas como mi trabajo, lo hice con mis estudios, siempre lo soy con mis amistades, con lo que creo con vehemencia, o cuando simplemente soy yo a través de mis palabras.
Bueno, que tuve la idea de pintar estos muebles con mis ansias genuinas y de hacerlo con mis manos como proyecto de hogar, eso es una realidad. De que éste esté en efecto en esa esquina, luciendo su elegante y reluciente negro, no tiene nada que ver con mi ejecución, sino con la de mi madre, mujer que todo lo que se le ocurre y se pone entre ceja y ceja, lo hace porque lo hace, no espera por nadie, a veces casi sin control; como mi hija un poco y, en ocasiones, como yo.
A unos meses de mudarnos, estando mami aquí, ya luego de haberle comentado de mi plan de pintar los gaveteros, ella tomó cartas en el asunto antes de que yo me decidiera a hacerlo. Era de sospecharse. No voy a negar que a veces me conviene que ella sea así, al menos lo fue en este caso.
Acepto que mi afecto a los objetos que poseo puede ser simple fetiche tonto por querer retener memorias que no sirven para nada. Pienso que estos tienen su propia intimidad, algo que los distingue o, en parte, lo creo de esa forma para sentirme adscrita a ellos o a un sentimiento. Tal vez pueda deberse a que, por acá no tengo con quien dialogar mucho en mi idioma, ni en mi cultura, y mucho menos con quien discutir ameno y de lleno, y presentar mis ideologías sin tapujos; eso acá apenas lo he podido hacer en español, o sea, en la lengua en la que soy. Quizás por eso insisto en apegarme a las cosas. Esto no es porque no existan personas con quien hablar en mi idioma, son muy pocos, pero sí, los hay. Son diminutos oasis de los cuales me siento afortunada. De hecho, me parece que es lo que me sirve para continuar en estos campos illinoyenses a pesar del frío y de estar lejos de lo que es parte de mí. Sin embargo, hay otros elementos culturales, generacionales, ideológicos y de contexto que no están presentes. He ahí quizás la dificultad de vivir alejado de los tuyos, pero igual, a diario se tiene que decidir qué camino tomar. Nos damos palmaditas en el hombro recordándonos que no nos queda de otra. Que si no soy yo misma la que me doy porras y busco opciones para mantenerme en pie, corro el riesgo de disolverme en pausa eterna, como autómata, como conforme, como agarrada de cosas irreales e inermes.

De todo esto tengo conmigo el aferrarme a mis aficiones, entre ellas, el gozarme la naturaleza. Es algo que hago desde que tengo uso de razón. Recuerdo desde pequeñita disfrutar, cuando íbamos en el carro, el juguetear de las nubes con las cortezas de los árboles; o al menos eso creía yo. Ya cuando iba creciendo me entretenía en divisar plantas similares o flores que salían en una época pero no en otras.
El afán por mi entorno entonces me permite ahora disfrutar el lugar en donde vivo, además de esos oasis que mencioné, que me dan momentos que me permiten ser yo:
la mujer puertorriqueña que habla el español de mi isla con un acento un poco maleado ya por los lugares en los que he vivido y por las personas con las que he intercambiado horas de diálogo, como me pasaba con mi amiga venezolana cuando vivía en Miami, como nos pasa a todos, en esos hermosos lazos humanos que se estrechan por coincidencias que, a veces, son las chispas que dan sentido a todo y nos salvan de la monotonía, como válvulas de escape; como la naturaleza misma, pues somos parte de ella.
Un ejemplo rotundo de cómo busco deleitarme de lo que me rodea es cuando tengo que ir afuera con demasiado frío, con mucha nieve y con pocas ganas. Camino sobre la blanca brillantez y siento hundirse mi bota en esa superficie que queda interrumpida con la huella que permanece a mi trazo. La suela de mi calzado no es lo único que interrumpe la blancura con sombras o con rastros dibujados. Veredas en zigzags de diminutos pasos que marcan el rastro de las ardillas o quizás de gatos, otras aún más pequeñas, de pájaros tal vez, que, contrario a lo que yo pensaba, se ven ocasionalmente revolotear en mi patio, incluso a pesar del hielo que viste la corteza de los árboles que tienen las ramas en las que se posan.

Menos mal que no me toca tanto tener que andar en este clima. Uso las aceras que, claro, debo tomar con extremo cuidado. Siempre temo resbalar. Cuando está todo lleno de nieve, trato de avistar esas huellas sobre su brillo para olvidar que ando en un lugar que no es el que prefiero, para dejar de lado que hay cosas de las cuales no se pueden escapar; como que el sol no me quema igual que estando en el Caribe, por supuesto, no es para menos; como cuando quisiera comerme una malanga con bacalao de mami; o como cuando le quiero huir a la soledad. No que la vea como algo negativo, al contrario, la valoro, crezco en ella, me obliga a autoevaluarme, a mirar constantemente el pasado. A los por qués, a las cosas que pudieron haber sido distintas, a las que no, a las que agradezco y a las que aún miro con harto coraje y que desembocan en tristezas. No obstante, crezco y sigo el camino. No dejo el pasado estancarme en ojalás por haberme sentido desprovista de instantes que imaginaba yo los palpitaría alguna vez.
Entre los miles de “no se sabrá que hubiese sucedido” que habitan en nuestras mentes, nos queda aceptar que es el cursar del vivir un serpentear que nos tutela.
Si los cómos se mutaran por expresiones de gratitud ya,
muy a pesar de habernos quedado sin los espejismos y construcciones de esos ojalás,
que se nutrían de una especie de espirales, como aquellas de las dudas sin respuestas.
Si mutaran esos cómos ya, al menos no rabiarían en el alma y el suspirar frecuentado de las tardes se reduciría para no molestar;
para que no me afecte o, al menos, para que no fuese tanto.
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