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 encuentro con mi escritura

Soy puertorriqueña,  profesora de español, literatura y cultura caribeña y latinoamericana. Soy madre, educadora y activista, lo cual impulsa mi escritura creativa y profesional. Soy escritora, siempre en (trans)formación. Tengo una especialidad doctoral en las teorías de identidad cultural pancaribeña y la posmodernidad en la literatura ensayística y narrativa antillana del siglo XX.

Detuve mi desarrrollo en la escritura por casi una década, pero luego de retomarla en enero de 2020, hoy, respiro mejor. Este blog tiene la intención de lograr una meta establecida hace mucho tiempo. Manos a la obra.

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Las puertas del Muñoz Marín

  • Writer: Diana Grullón García
    Diana Grullón García
  • Sep 11, 2020
  • 8 min read

Updated: Sep 12, 2020


Rara vez tengo la sensación de estar en el Caribe en Illinois. Cuando sucede, lo siento en la humedad del calor en mis muslos en pleno verano y, durante el invierno, en el deseo del chocolate Cortés calientito con algunos trozos de queso de papa, tal cual si estuviera en una habitación pequeña de una capilla llena de gente a las 5 y pico de la madrugada justo después de una misa de gallo. Pero hay otros instantes en los que no encuentro paralelismo alguno entre este país y el mío, inclusive aunque parezcan superfluos, como en los abrazos de mis amigas y familiares o el viento que acaricia mi piel cuando llego a Puerto Rico. A pesar de la aparente nimiedad de estas sensaciones, éstas marcan diferencias irreconciliables.


El calor seco de este país no es como el de mi sol antillano.


Cuando se sale de la puerta del aeropuerto Luis Muñoz Marín en Isla Verde se percibe el calorcito con sabor a sal que llega con el aire y permite saborear la playa. Me convenzo, como siempre cuando estoy allí que, ese segundo, marca mi lugar y me avisa que la brisa caribeña me quiere murmurar al oído la idea de no tener que volver a cruzar esa puerta, desde esa dirección, bajo esas circunstancias.


Al dejar el aeropuerto, me habla la Baldorioty de Castro y el túnel Minillas y, depende de la hora en que llego, el acostumbrado tapón, que aparece a modo de rito en las vías de tránsito. Nuevos cerros de cemento en plena construcción en Santurce, edificios que a medida que aumentan son más incómodos de mirar. Padezco una impresión parecida cuando paso por el lado del, a mi parecer, mal llamado centro de todo. Desfilar frente a esa edificación que, en parte, da vida al capitalismo de la isla es como si, desde lejos, manoteara en forma de saludo y de burla. Quizás añora suplantar aquellas manos que sí se agitaban hace décadas por las ventanas minúsculas del Oso de Blanco en el mismo expreso, pero un poco más hacia el sur; lugar que es hoy físicamente inexiste, pero está vivo, ya sea en la memoria de muchos y muchas, o incluso en las hojas impresas de las publicaciones de uno de los libros de cuentos de Mayra Santos Febres en donde se alude a esas manos que pertenecían a los pasados inquilinos de dicho conjunto arquitectónico. Palmas humanas que vaivenean en memorias, en metáforas, en ficciones, en las llegadas y las tristezas de los adioses que se repiten, ineludibles, para muchos de nosotros y de nosotras ya permanente, con la nostalgia de no querer volver a recibir esas manos de aquellos a quienes amamos, agitadas, diciendo despedidas, una vez más, en el cruce de la puerta del Muñoz Marín.


Se piensa en esos “hasta luego” desde que se llega, desde el primer saludo.


Al dejar atrás Plaza, paso por encima del puente de la Piñeiro, famosa avenida que sin tener que mirarla me conduce a Río Piedras: zona de confort, de recuerdos y de trocitos de mí. El viaje por el expreso 52 en ambas direcciones, hacia y desde Caguas, después de María se ha vuelto como una carrera de obstáculos, o al menos lo fue la última vez que fui en marzo de 2019. Pero los cráteres de la autopista no empañan la sensación de regazo que me causa mirar las montañas que circulan y me conquistan, dándome la bienvenida con sus formas que delatan que mi pueblo cada vez está más cerca.



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Refugio Nacional de Vida Silvestre Emiquon en Illinois, Río Illinois.

(Wikimedia Commons, the free media repository. 3 May 2019, 22:25 UTC. 11 Sep 2020)




Cercanía que es casi imposible en Illinois. No es que no busque esa proximidad con mi necesidad antillana, pues, si coqueteo con los paisajes y los convierto en llanuras parecidas a las que se ven cerca y a espaldas de la playa La Esperanza en Manatí. Y en otros intervalos, fantaseo con la posibilidad de que el Refugio Nacional de Vida Silvestre Emiquon en el río Illinois sea una especie de extensión de la represa del Lago Carraízo entre Trujillo Alto y Caguas. Ambas rutas me causan un placer inmenso: cerros circunvalando las aguas, intentando engalanarse para parecerse a aquéllas en el Caribe; lomas que denotan siempre que esa agua es espejo que dibuja la imagen de los árboles que crecen dentro de las orillas del río y en donde se ve un oleaje minúsculo impulsado por la illinoyense brisa seca, disfrazada y conspirada en el tararear de las aves en el entorno.


Busco satisfacer mi paladar como otro remedio infalible para acercar mi terruño al Midwest.


En Illinois, en ocasiones encuentro en el supermercado plátanos decentes para poder hacer amarillitos. Casi nunca tengo la suerte de hallarlos verdes para freír tostones. Me pasa lo mismo con los guineos, los verdes. Tropezarme con ellos es una hazaña casi imposible. ¡Y tanto que me gustan hervidos! Con atún o con bacalao. Pero el bacalao también es difícil de encontrar por esta parte del país, y si se logra hallar algo, resulta ser carísimo. Cuando vivía en Miami ni siquiera tenía que cuestionarme si iba a encontrar alguno de estos importantes elementos de nuestra cocina boricua y antillana. En el sur de la Florida, no sólo se vende plátanos, sino que también es fácil toparse con una serie de migas de gloria como ñames, yucas y hasta malangas. Cuando regreso y cruzo esas puertas del Muñoz Marín, el olorcito a salitre viene acompañado de los deseos de alcapurrias o bacailitos. Ese es el mismo apetito que tengo cuando merodeo el área de los vegetales, rogando por encontrar ese Caribe entre los pepinillos y los espárragos, cerca de las papas.



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Hacienda La Esperanza en Manatí, Puerto Rico



La cuestión de la comida es algo que no deja de acompañarme durante mi siempre corta estadía cuando voy a mi tierra. Pero la ruta que tomo una vez llego, no son los chinchorros de Piñones o una barra en el Viejo San Juan, aunque no dejo de desearlo. El rumbo que tomo es el de la 52, ése que me conduce al lugar de donde soy y en el que sé mi madre me pondrá de frente un plato de comida calientita hecha por sus bendecidas manos. Cierto es que las últimas veces que he estado en la isla, el camino tomado ha sido diferente, pues he ido con dos grupos de estudiantes en dos distintas ocasiones. Pero no importa con quien llegue o con quien cruce las puertas del Muñoz Marín, la corriente de aire siempre viene a visitarme al atravesarlas, me murmura y dice e insiste que soy de allí, que soy de ese aquí que sabe a mar.


Cada vez que me encuentro justo antes de pasar el umbral del aeropuerto, en ese espacio en el que los pasajeros se mueven de un lado a otro sin tener la cabeza clara de hacia donde se dirigen, después de unas cuantas horas encerrados en un avión, ahí, me imagino a los míos afuera, mirándome a través del cristal, esperándome, incluso aunque nadie haya quedado en ir por mí. Allí, mientras se espera el equipaje, se divaga entre la llegada de las pertenencias, las últimas horas en ese vuelo, tal vez incluso nos atornillan hasta pensamientos de la noche anterior y, por si fuera poco, la perenne e ininterrumpida sensación de haber llegado por fin al sitio indicado. Esperando tus cosas, las maletas de otros se pasean frente a ti y, mientras tanto, imaginas un mapa en tu cabeza de lo que deseas del tiempo de la estancia e indagas sobre hacia dónde te vas a dirigir una vez salgas por esas puertas al calor caribeño. Franquear esa salida que abre de manera automática es una acción que queda marcada por el cambio del frío del aire acondicionado al calor vaporizado por los taxis y las guaguas de los negocios de rentar carros. Ese acto curiosamente distingue el escape de un espacio en el que la liminalidad se hace irónica cuando se reitera el nombre propio que denomina ese lugar.



Pero entre toda esa apariencia de inquietud, sigiloso llega el aroma marítimo a mis glándulas olfativas que avisan, preguntan, provocan, y que me hacen palpar mi terruño en mi epidermis borincana una vez más. Como han sido otras tantas veces. Sospecho que seguirá sucediendo, a pesar de desear lo contrario.



Cuando llego a Puerto Rico estoy en mi casa. No importa con quién llegue, por cuánto tiempo, si me vienen a recoger o si alquilo un carro. Cuando estoy en Puerto Rico, no extraño mi casa en Illinois, aunque no puedo negar que la cama siempre se echa de menos. Cuando viajo, a los varios días (o incluso ocasionalmente de inmediato), deseo estar en mi cama, ese mueble tan importante para la salud de nuestra especie. Creo que es una sensación común para quienes tenemos la oportunidad de viajar con frecuencia. No obstante, llegar a Puerto Rico, es llegar a mi hogar, es llegar al olor del mar que invita y me da la enhorabuena cada ocasión que piso mi isla. Cruzar el umbral de la puerta del Muñoz Marín se ha convertido en un ritual que grita con ritmo a tambor que qué espero, que no regreso, que aquí están los míos, que aquí te siento.



Soledades se borran al atravesar esa frontera del aeropuerto, exclusiva e inclusiva, invitante y desafiante, porque sé que tendré que atravesarla de vuelta.



Otros de los momentos en que visito el sabor puertorriqueño en mi casa, en Illinois, es con el olor que siento al mover en el sartén que tintinea por el aceite con el sofrito que mami me deja hecho antes de irse cuando regresa a su casa. La música de Navidad acompaña, mientras tanto, el olor de ese sofrito. Ésta es la melodía que escucho en cualquier época del año cuando cocino y degusto vino tinto y, al unísono, con cucharon en mano, bailo por toda la cocina como si estuviera dando una clase privada de baile jíbaro a mis caninos que me observan sin sorpresa alguna de lo que está ocurriendo, pues, sucede uno que otro fin de semana y quizás con más frecuencia de la que debería. De ahí que sea normal escuchar gritos rítmicos de “a comer pasteles y a comer lechón” en pleno agosto, nada nuevo para las paredes de esta vetusta residencia que me alberga en el medio de este país.




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Las redes sociales, aunque a veces son armas de doble filo, funcionan a las mil maravillas para traerme o bien llevarme a Puerto Rico a diario. Vivo pendiente de la política en la isla (aunque sea un dolor de cabeza), evito saber demasiado sobre las cifras del COVID-19, por mi salud mental, y leo lo suficiente, desde distintos medios, para buscar la tan codiciada imparcialidad, que bien sabemos no es un fuerte de los medios de comunicación en nuestra tierra. Urdo ideas creando paralelos. Me río con muchos en Twitter, conecto con mi familia en Facebook y ahora participo de un club virtual de libros o, yo diría, de lectura. Son de esas cosas que marchan sin problemas como capricho de la vida en donde florecen oportunidades positivas dentro de un gran embrollo, como el que se está dando en esta situación pandémica que parece hundirnos. Pero en otras ocasiones, eso que nos hunde nos afirma quiénes somos, de qué estamos hechos, de qué somos capaces; nos hace mirar hacia adentro, en pensar en cuándo y cuánto damos o toleramos o recibimos y nos pone en un lugar en donde al plantearnos las realidades desde múltiples perspectivas nos hace darnos cuenta, a veces, de que estábamos andando en caminos correctos o equivocados, estudiados o intuidos. Quizás, instantes que brindan alivio, que incluso pudieran parecer postrimerías que esperábamos. Nuestras realidades y sus privilegios.


El caso es que, para muchos de los que estamos añorando a Puerto Rico desde el exterior, la pandemia parece estar tramando cómo acercarnos a los nuestros, ya si el afuera se trata de la tierra estadounidense, que irónicamente aloja hoy a la mayoría de los boricuas, o si se trata de cualquier otra parte en el mundo. La soledad de las paredes de nuestros hogares nos grita pidiendo el cobijo de nuestro acento, los olores culinarios, los vaivenes musicales que movilizan nuestros cuerpos, para con el ritmo, bailar una salsita vieja mientras se chatea con varias personas y gozar la última noticia que borda en la burla de los fraudes incesantes del partido de turno que arruina la isla. Y así, los deseos de cruzar esa puerta del Muñoz Marín imperan.


Invento puentes que conectan en mi imaginario distancias que parecen infinitas, que buscan semejanza con mi tierra, aun en un lugar que no me pertenece, que queda tan lejos del calor antillano a pesar de las afinidades ínfimas encontradas con los alaridos irreales de mi escritura.

 
 
 

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