Los espacios que cobijan
- Diana Grullón García
- Jul 6, 2020
- 6 min read
Updated: Jul 9, 2020
El caos nos obliga a mirar la vida con un sentido de urgencia, no de la que requiere rapidez para reaccionar sino, al contrario, de la que te hace detener, cuestionar y reinventar ideas, reacomodarlas, recuperarlas, estirarlas y darle otro matiz si hace falta. Para entender el caos del presente debe reexaminarse el pasado. Sin embargo, la magnitud de los tantos posibles caos se mide también por el espacio en donde se enfrentan los distintos presentes, sobre todo, cuando nos desafía la vida entre las marañas de la soledad pandémica en la que se busca mantener los balances que hacen quienes somos, en nuestros mejores momentos, es decir, fuera del caos, si es que eso existiese.
Ausculto así el pasado como ejercicio para anclarme en este sitio.
Los espacios no siempre cobijan. Los lugares aclimatan cómo nos movemos dentro o fuera de los mismos. Esos movimientos pueden parecer autónomos pero dependen de motivos externos para ser, para existir, para que se hagan perceptibles. Llegamos así a los sitios sin pedirlo, aunque los busquemos, porque los lugares nunca son como los imaginamos antes de habitarlos, de vivirlos, incluso hasta después que se hacen realidad. Creemos que ocupamos los espacios, pero son éstos los que nos habitan a priori, como si nos esperaran para pincelar nuestras historias. Tanto así que, aun si no participáramos del acto de escribir para evidenciar lo que vivimos, las huellas de nuestra existencia quedan impresas en los lugares, llenos o vacíos, y mantienen la continuación de lo que somos en distintos presentes. Si se duda de esta aseveración basta con mirar las ruinas de las pasadas civilizaciones, como las mayas o la de los grupos de los templarios o lo que queda del templo de Artemisa en Turquía, por mencionar varios; así como los innumerables sitios que nos ocupan en todas las culturas que, de forma implícita, desde sus vacíos, nos hablan con sus vestigios.
Illinois me esperaba sin planificarlo.
2015 : verano

Llegar se dio sin fanfarria. Aquellos maizales se mostraron vaiveneando con el mecer del viento en esas enormes planicies que sólo se interrumpen al encuentro con el horizonte camaleónico del cielo del medioeste, a veces confuso en los pinares de la sabana. Llegar a esta parte del país no era algo que había augurado, ni siquiera después de la noticia de la ya indudable mudanza, aunque había estado confiada a cualquiera de las posibilidades laborales que apareciera. Llegar a lo que hoy supongo mi casa fue abrir una puerta a esta escritura que me ancla a este lugar, que hace hincapié en algunas travesías y voy dando nombre a esas cosas que se me ocurren. Tal vez, llegar-quedarse-transformarse, en este ahora, funcione como representación de quién sabe cuántas de mis realidades o de imponer en el espacio mi presencia y no de que este sitio lo haga por mí.
Después de manejar desde el sur de la Florida por unos cuantos días, con varias paradas en casas de familiares, llegamos a St. Louis para pernoctar la noche antes de venir al lugar que nos resguardaría por los hoy pasados cinco años. Al día siguiente conduje por menos de dos horas en una carretera rural en dirección norte. Me sentí satisfecha con la decisión de haber esperado para arribar cuando la luz del sol nos acompañara. Vimos kilómetros llenos de siembras de maíz, y uno que otro cultivo de granos. Sin imaginarlo, habíamos llegado a las grandes planicies del medioeste, ya lo aprendería más adelante cuando mi hija lo estudiara en séptimo grado para su clase de Estudios Sociales.
Mientras coqueteaba con la imagen de cómo sería el lugar en el que viviría, el color del paisaje, de esos maizales, me hacían recordar los cañaverales avistados en fotografías de los llanos de mi isla, incluso estando en un lugar tan distinto y al mismo tiempo extrañamente parecido; y a su vez tan lejana yo del mar. Es la primera ocasión en que vivo tan separada de éste. Acaso, como tantas veces me sucede, saboreaba el presagio del umbral que atravesaba. Desde una distancia que sólo me la da el tiempo, hoy puedo ver el indicio de que, en ese instante, estaba franqueando nuevos espacios más allá del ya evidentemente físico.
Espacios, convicciones, presencias y ausencias, de las cuales escribiré en un futuro o quizás no.

Defino el pueblo al que llegué y en el que todavía vivo como un lugar que permite sentir el tiempo. Los enlaces con el pasado están en todas partes: en un letrero, en las grietas de las carreteras y los parques, en las casas y los edificios, en la naturaleza. Aquel paso, a comienzos de agosto de 2015, me suponía cierta sensación histórica que afanosa busca ser (re)descubierta. En esta zona, la naturaleza aun domina la mano del hombre cuando uno se encuentra fuera de los parámetros de los pequeños pueblos que, en fila, dan la silenciosa bienvenida a los que pasan. Íbamos en una ruta cual mar en movimiento que nos acercaba. Esos pueblos: islas entre los vastos sembradíos en las colosales planicies, en las que, entre los maizales, se esconde sin duda todo un archipiélago de incógnita historia.
Hoy, cuando conduzco por los caminos rurales a través de la masa agrícola, casi ondulante, reconozco insistente el encanto de este universo: el clima a pesar del frío, los árboles incluso cuando están secos, las hojas de las plantas cuando nos visitan en la primavera y cuando pavonean sus cambiantes pigmentos en el otoño, sus colores, los pájaros y los maizales que crecidos a su máxima altura imposibilitan la vista a la distancia; impresionante para esta isleña.
La vastedad de las llanuras me transporta a imaginarme los primeros habitantes de estos dominios o las caravanas de invasores europeos adentrándose a la zona, cual caudillos beligerantes que por nombre los reconocen hoy sólo unos pocos. No lo sé, pero vivo en constante pulular por recovecos de la historia que no conozco, tratando de adivinar un pasado que no es mío sino de su espacio y de sus ancestros. Me transporto con constancia a supuestos del pasado y me siento más cercana en un tú a tú con la historia. No en balde uno de los proyectos en los que he trabajado con mis estudiantes explora elementos de mi interés, incluyendo la invasión estadounidense al territorio mexicano, por dar varios ejemplos, hasta la particular historia de la población hispana en la institución para la que trabajo que tiene ya casi 200 años desde su fundación.
Al llegar aquí descubrí una pequeña joya en el medio de este país. Las carreteras están niveladas con serpenteada brea para simular cubrir las grietas que marcan las huellas del tiempo en la vetusta vía. Advertí carteles en las aceras con información sobre quiénes habitaban hace dos siglos algunos edificios y casas con fachadas hechas al estilo American Renaissance del siglo XIX y que todavía hoy se conservan.

En la plaza central, imponente, se encuentra un conjunto escultórico con una figura de mujer en el centro que atrae mi atención cada vez que paso por allí. Cuando la vi por primera vez me la encontré de frente, esa inicial ocasión cuando llegamos, una vez habíamos dejado atrás las sinuosas carreteras rurales. Al subir por Main Street y quedar de frente a la plaza, te encuentras esa elegante figura femenina de bronce con espada en mano, que, para mí, son poco comunes en esta sociedad. Con el tiempo me enteré de que el monumento honra a las mujeres que participaron en la guerra civil y que acompañaban a los soldados. Eran sus familiares que, al unísono con la lucha, proveían comida y atención a los combatientes; otras, incluso batallaban; ellas, esas mujeres sin las cuales no hubiesen podido enfrentar el bando enemigo. Además, pronto supe que, en dicha plaza, Abraham Lincoln dio un discurso y más adelante también me di cuenta de que su tumba se encuentra a menos de una hora de este lugar. Caminar por las calles de este sitio a partir de mi llegada se ha convertido en un ejercicio de visualización del pasado. Tejo, a modo virtual, imágenes de posibles formas de vida de hace 100 o 200 años.

Foto del Museo Mansión del Gobernador Duncan
Hay lugares que ciertamente los habitamos entre asperezas. Otros, nos habitan ahogándonos y, algunos, aquellos que consideramos los mejores, son los que nos cobijan. El cobijo de los tantos sitios que nos habitan hace que el camino no sea mera sucesión de rutinas vacías. Me amparo en mis espacios, ya míos antes de serlos, ya de aquellos quienes serán también sus habitantes, ya de quienes al leer se han apropiado de este espacio.
Me cobijo y habito aquí, cuando me lees.
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