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 encuentro con mi escritura

Soy puertorriqueña,  profesora de español, literatura y cultura caribeña y latinoamericana. Soy madre, educadora y activista, lo cual impulsa mi escritura creativa y profesional. Soy escritora, siempre en (trans)formación. Tengo una especialidad doctoral en las teorías de identidad cultural pancaribeña y la posmodernidad en la literatura ensayística y narrativa antillana del siglo XX.

Detuve mi desarrrollo en la escritura por casi una década, pero luego de retomarla en enero de 2020, hoy, respiro mejor. Este blog tiene la intención de lograr una meta establecida hace mucho tiempo. Manos a la obra.

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Mnemósine, dando saltos y guiños.

  • Writer: Diana Grullón García
    Diana Grullón García
  • Aug 5, 2020
  • 8 min read

Updated: Oct 27, 2020

“Esta rima de la escuela primaria me viene a la memoria

como un inquietante pero bienvenido ritornelo.

Una distracción oportuna para parasitar las miles de preguntas

y todo lo que se me viene a la cabeza”.

Nafissatou Dia Diouf

“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. Jorge Luis Borges

“[…] cuando se quiere rememorar, se hará de esta forma:

se buscará un punto de partida del proceso,

tras el cual estará el que uno busca”.

Aristóteles


Pocas veces he tenido tanta oportunidad para autoreevaluarme, pensarme y repensarme como un ser humano más en un vaivén, sobre mis actitudes y las de otros, sobre el mundo en el que estamos viviendo y cómo todo parece estar pintado ante nuestros ojos, adelantándose con pasos saturados de desconcierto. Divago y resurgen memorias, incluso algunas que había olvidado haberlas vivido. En momentos, me sorprendo de sentir que había borrado experiencias que catalogaba de cierta importancia en aquellos instantes y que aparecen, ahora, inesperadas, en un recoveco de mis recuerdos. Reencuentros que rememoro.


Sonrío ante las tantas travesuras. Me entristezco por aquello que ha dolido y le voy delineando nuevas definiciones, que, ahora, desde la distancia del tiempo, me creo entender y hacer las paces con esos recuerdos, agradecerlos. Discuto conmigo cuando llegan instantes por los que aún no me siento satisfecha, son tareas diarias, vagares que transitan en la pandemia. Ando en un pasear en éste, mi presente, en el paso del umbral de mis treinta a los cuarenta, creando tumbos, zigzagueando con significados que adjudico a lo que siento acerca de lo que ya he sentido, de lo que ya he vivido. Rememorando.


Imagino, como si estuviera observando un filme, miles de imágenes que se conectan haciendo un todo gracias a un trabajo minucioso de edición, en donde algunos fragmentos se consideran irrelevantes y se excluyen arbitrariamente. Como si tuviéramos control cuando nos visitan los recuerdos. Hay imágenes que tambalean y dan saltitos en el tiempo, memorias juguetonas que no dejamos de advertir y que están en ese lugar del cerebro en dónde se crean y las vemos, incluso aun cuando no las tengamos frente a nuestros ojos abiertos. Resultado de la luz. Veo recuerdos que regresan sin pedirlos, que se regodean sin invitarlos, y a veces los atrapo por minutos y a destiempo. Hay remembranzas que acaricio y trato de revivir en mi piel, la que fue perdiendo la sensación del recuerdo original, ya epidermis mudada, ya emoción tildada. Otras vivencias, al recuperarlas, pienso haberlas olvidado a propósito, haberlas desechado por el dolor y rezagado a la esquina infinita a la que se supone que no se regrese porque a veces creemos que hay cosas que nunca van a dejar de doler. Son respuestas que no sabemos. En los anunciarse de la memoria, con la certidumbre de mito griego, Mnemósine regresa repetitivamente, sin saber cuántas veces nueve, lanzando recuerdos que, una vez de frente, adrede los hallo y los cuestiono. Y unas tantas otras, como aquellas que tejen sonrisas en el alma por la ternura o la inocencia, por el amor y la amistad, por esas conexiones especiales que sólo se sienten con algunas personas, aunque parezcan ilógicas. Magia insolente.


Gente que ahora no está pero que igual no deja de estar, viven allí, en ese lugar de luces.


En los rebuscares del tiempo se marcan momentos que aun en movimiento están estáticos, como en una pausa que se mueve, como un GIF, como cuando yo tenía 26 años y me fui de mi Puerto Rico. A veces el tiempo me engaña y no reconozco que ese lugar, el que dejé el 1 de enero del 2007, ya no es el mismo. Cuando lo recuerdo, aparece la sensación de una punzada, de una cosquilla de las que duelen, cicatriz que late en perpetua percepción. Me retiro, no puedo verlo, evito sentirlo. Esa pausa es un vacío irreverente ante la soledad que siento todos los días por no tener los pies en la tierra caribeña que me vio nacer. Le huyo a ese instante, pero al unísono me transformo en esa joven con sueños y esperanzas, esa que no olvida las calles de Santa Rita en donde pasó de niña a mujer, de la tímida a la experimentadora, de la que tenía un vago interés por las leyes a la que encontró la pasión por las artes, la que ha llorado frente a un Van Gogh en París, la que se atrevió a lanzarse candorosamente por carnavales de alucinaciones, coloridos frenesíes.



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Jardin Botánico, Caguas, Puerto Rico (2018)



En este mundo de hoy, derribándose en tantos aspectos, me obligo a disputarme a mí misma y a llegar a esos regresos carentes de sentido, fuera de lapsos, sin aparentes enlaces, conectando olores aleatorios con imágenes o personas que no sabemos hoy en donde están. De ahí, a divagares con piel de gallina que se repite hasta el desaliento o hasta que regresan sonrisas. Algunos, surgen por reconocer la suerte de haber vivido ciertos eventos y, otros, por la satisfacción de saber que fueron creados, que no fue la suerte, que fueron las fichas de las energías incontrolables que usurpan nuestras acciones, suceden porque así lo queremos, porque así lo quisimos. Determinaciones que se dicen autónomas.


Asimismo, revolotean resonando rimbombantes memorias venidas como silbidos coquetos e inesperados y así, sin más, estoy en el balcón de la casa en la calle 42, siendo todavía una estudiante de la Gautier, ahí, en dónde comencé a descubrir un cantito del mundo. Voy de puntitas reviviendo festejos, unos en El túnel, otro en el lago en Guajataca, y una en Mayagüez en un barco y otra en Aguadilla; y así, conociendo la isla desde el sinsentido del no tener frenos de los días de juventud, atajando experiencias por Aguada, El Yunque y fincas por lugares con colores sobre blanco, vestido azul eléctrico adornado con dichos colores frescos (quien lo entienda, entiende); de esos paseos por todas partes, reales y entrecortados incontrolables.



flashbacks


Risas en los “palitos” en el patio central de la escuela superior en la que estudié, vueltas en mi Jeep gris por Villa Nevares, un carro en medio de un pastizal gracias a una curva mal tomada, muchas risas. Se enumera también a unas polizontes bailando en el techo de una casa rentada y, al otro día, lanchas sin riendas en un paseo disfrazado de visita a los cayos de la costa lajeña, un par de esquíes en medio de una sala en Cabo Rojo, un salto memorable en un charco en Isabela y, al salir, las dunas de arena que se dibujan –otro de esos instantes. Familias escogidas que sirven de acompañamiento en los tránsitos de vida, la casa violeta, las nenas de Morovis, las roommates de Orocovis, kayaquear en la noche en Fajardo.


Más memorias, más cercanas. Vieques después de un año de María, más bioluminiscente que nunca, salir de adentro de una cueva en Morovis por un recoveco pequeño después de haber visto huellas taínas en la superficie porosa de las piedras, tirarse en un tubo por el río Tanamá, la alegría de mis estudiantes.

Memorias cercanas y lejanas.

Las memorias son mapas.

Una niña en una máquina tragamonedas en un bar repetidas veces.

Un diario leído sin permiso.

Un Toyota Tercer color marrón. Una foto. El mameluquito azul. La falta de sonrisas.


Repetidas sensaciones de apocamiento. Gritos, gabinetes que penden de un solo lado, puertas con rastros de la ira ahí desembocada, cartas que cargan buenas noticias, aunque parecieran malas.


Eventos que exigen el pasar de los años para reconocerlos necesarios. Rememorando.


En el camino se conoce a mucha gente, personas que te marcan incluso aunque solo transitan para regalarte pedacitos de cielo, como esos compañeros de trabajo o de clases que tal vez ni tu nombre recuerdan, que quizás ni sus nombres recuerdas. Palabras que dijeron y que te marcaron. Instantes irrecuperables a menos que nos visiten. Memorias que forman el collage de lo que pensamos que somos.


República Dominicana: tesoro de una realidad que siempre ha sido mía y que quería hacer mía a la mala, con mis muchos moñitos exigidos a mi mamá para que me los hiciera, y así yo poder lucir mi cabello similar a esos llenos de hermosos rabitos de las niñas dominicanas que corrían conmigo e íbamos por las calles descalzas, me lo gritaba el deseo como auxilio repetido de mi sangre. Memorias en Santiago, en Loma de Cabrera, refrescos rojos, el río, la casita y su calle enlodada, los mosquiteros, la letrina y mi mameluco sucio en el fondo del hueco, allí perdido.


Y mi regreso después de varios años fue para ver un ataúd al que rehusé ponerle su rostro adentro.


Pequeños paraísos.

El tránsito de regreso a casa desde el edificio de Humanidades, saliendo de la clase de francés de la profesora Lourdes. Paseo con orgullo por el monumento en honor al maestro puertorriqueño que se encuentra a mitad de camino frente a la torre de la UPR en Río Piedras. Miro las palmas. Saludo a conocidos, compro un almuerzo en el Viddy’s y continúo hasta llegar a mi apartamento, en el que estuve un tiempo considerable de mi vida estudiantil riopiedrense. Ahí tuve roommates, unos que ahora son amigos y amigas para siempre y otros que ni siquiera me acuerdo cómo se llaman, y otro muy importante que decidió no seguir en esta vida. Cosas que nunca dejan de doler.


Recuerdo Aguas Buenas, montañas, buscando pedacitos de emociones por las colinas.


Ese Puerto Rico que dejé.


Esos lugares que visité.



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Isla de Incahuasi, Bolivia (2017)


Me veo también cayendo de espaldas por las escaleras del metro a plena hora pico en París. Y salto aún más al pasado, y no olvido lo que fue sentir las cucarachas en el fondo del chocolate caliente en una estación de tren de Navacerrada. Me acuerdo de cómo me pararon en la frontera entre Bruselas y Francia, y de la extensa revisada en la que me vi sometida. Pienso también en otros momentos y llego a los lugares a los que llamo mágicos, como el Salar de Uyuni y la Isla de Incahuasi, blancura que quiso que mis ojos la compararan con la nieve; o el templo de Karnak con gigantescas columnas que no dejan de impresionar ante la oportunidad de haberlas percibido, con sus grandiosos grabados colosales; y el Partenón, tanta historia que supura en tan gran montaña de piedra; y Uxmal, mi mirada sobre las copas de los árboles; y Machu Picchu, cima maravillosa que reveló una humildad que nunca había sentido, sensación humana de pequeñez por su grandeza; y, un día antes, en Cusco, un baile que cambió todo, víspera de simbiosis de realidades, poema que sin saberlo se nos hacía inconcluso en cada segundo. Otras delicias, gustos, paveras, como en St. Petersburg en Florida. Paseos inesperados en un morro similar al nuestro. Estar en el Mont Saint Michel durante una noche con una gran amiga, obligadas por la marea que, como a diario sucede, había subido y no se podía regresar, un regalo de la vida; como unos días en Key West, como otros en Amsterdam, gran parte del embarazo en Madrid y regresos constantes a Río Piedras, al redondel, a la Esteban González, a las tantas veces que cruzaba la puerta a las cuatro de la madrugada para entrar al 8 de blanco en la calle Universidad.



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Salar de Uyuni, Bolivia (2017)


Al escribir disfruto algunas de mis memorias, para revalorarlas, para ver cómo invito a quien me lee a que merodeen por sus recuerdos. Recorrer y redescubrirse. Modos de aceptar dichos instantes, de deleitarse a pesar de lo que hayan provocado o de lo que puedan provocar. Al escribir invito a reconocerte en mis recuerdos, a formar los tuyos, a dejar que te visiten. El mundo de hoy, el que denominamos el veinte-veinte, parece derrumbarse a nuestro alrededor. Ya nada es certero excepto lo que somos, de lo que estamos hechos, de esas experiencias que se reconstruyen incesantes, que sin darnos cuenta nos hacen ser y nos regalan sonrisas y melancolías. Momentos que nunca dejan de ser cómplices, no dejan de ser cosquillas, latidos, validaciones del dolor, de la ausencia, de la belleza, del cariño.



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Mont Saint Michel, Francia (2012)


Hay nuncas que no se van, por supuesto, si viven autónomos en nuestra memoria. Hay instantes que son libres para descaradamente ir y venir cuando plazcan, y quedamos a su merced. No controlamos los recuerdos que llegan, que nos gobiernan y nunca dejan de sorprendernos, pero, con la pandemia, cuando vienen los espero de frente, los disfruto y, si duelen, los reviso y los revivo, sin saber siquiera si los entiendo.


Después de todo, esas efemérides son mías y, atajando sus múltiples visitas, les cedo su lugar, crezco, escribo, juego y guiño.

 
 
 

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